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La Navidad es Fiesta. Pero, ¿nada más? Estamos acostumbrados –mal acostumbrados- a tomar la fiesta por la fiesta. Perogrullada. Pero si nada más hacemos fiesta de la fiesta –si consideramos su sobrehaz, esquivando la hondura- se nos escapa su sentido, su trascendencia.
Así encontramos, hoy, esto: la Navidad, para infinitas gentes, es un pretexto formidable. Pretexto, desde luego, para pasarlo bien. Y, ocasionalmente –cumpliendo y mintiendo-, pretexto para el despliegue de una caridad supletoria y
tranquilizante. Y ya está.
Si vivimos tiempos de reforma, ¿por qué no reformar también la Navidad? De la Navidad persiste la estampa burguesa, llena de cordialidades baratas, de sentimientos artificiosos, quizás, como el corcho, el papel de plata y la iluminación de los belenes. Algo antiguo se está quedando todo eso. Más valdría sentir la Navidad más en cristiano, con un afán de genuina pureza, haciendo uso de una alegría espiritual.
Por cierto que es algo que casi nadie buscamos, probablemente porque casi todos ignoramos. ¿Qué es la alegría espiritual?
No hay reforma posible para el cristiano si no es, precisamente, la de ser más cristiano. Hay quien cree que debe dotarse al cristianismo de un programa mínimo de obligaciones y creencias que cumplir y aceptar. Pero es sofisma. El ser más tolerantes con el error ajeno no puede considerarse en el sentido de que renunciemos a ninguna verdad propia. Ir al mundo, penetrar en sus peligros –o en sus estructuras, que resulta más moderno- no es hacerse del mundo. Vamos a él para ganarlo y no para que nos gane. Y la alegría espiritual –la de sabernos hijos de Dios y herederos de su gloria- es el mejor viático para la conquista.
La alegría espiritual de la Navidad proviene del convencimiento de que Dios –hecho Hombre- está con el hombre. Especialmente, con todo hombre que sufre, llora, padece sed o hambre. Es decir, con todo hombre que –según la acepción vulgar de la palabra- no es feliz. De ahí que, por molesta que nos resulte la consideración, Dios está más cerca, en la noche de Navidad, de los desgraciados que se cruzan entre sí suspiros que de los que, más o menos orondos, nos cruzamos regalos y tarjetas de “Felices Pascuas”.
Sería conveniente que nuestra alegría navideña arraigase en una Esperanza más que en un bienestar transitorio de estómago satisfecho. Lo puro sería volver a las vigilias de Navidad, olvidándose un tanto de las cenas de Navidad. Pero, ya que esto no parece posible, hay que retornar al espíritu de la Navidad. Retornar al Amor. No un amor forzado, hecho de recortes –dar las pesetas que nos sobran, obsequiar con palabras y con sonrisas que nada cuestan-, sino un Amor que lleve el marchamo de Cristo. ¿Difícil? Pues por eso.
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