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Cuando sales a la calle, te encuentras con la gente. La gente pasea, va al cine, va a los bares, se divierte... Tú crees que la gente es eso: el contingente humano que se divierte. Tú, estudiante, llevas una vida hasta cierto punto disciplinada. Hay horas en que tienes que estudiar, ir a la clase o al taller. Estás implicado en un orden y obedeces, en la medida de tus fuerzas, a una disciplina. Cuando dejas tu obligación y entras en el mundo inestable de la calle, crees, por un momento, que la gente se lo pasa de rechupete –bebe, baila, asiste al cine, pasea y ríe- mientras tú, infeliz, sometido a tus coordenadas, te encuentras sin remisión en tus deberes que -¡no digas que no!- piensas a veces que no pasan de ser... tus rutinas.
Pero puede haber un error. Una falta de acomodación en la visión. Es probable que la gente –que baila, se pasea, va a los bares, se divierte- proceda, como tú, de un medio en el que la opresión de las circunstancias obliga a cada uno a sentirse, durante varias horas en el transcurso del día, más o menos desgraciado. Resulta que a la gente de la calle, nosotros no la vemos sino en la calle; es decir, en los momentos y en las ocasiones en que arroja su lastre (¿lastre?) por la borda. ¿Cómo puedes asegurar que ellos –los divertidos- no opinan de ti igual que tú opinas de ellos? Ellos dirán: ¡Qué buena vida, sin preocupaciones, la de estos estudiantuchos! Porque ellos no te observan a ti sino como tú los observas: es decir en los momentos de expansión.
No; no envidies a la gente. Ni a los ricos. Ni a los que lo tienen todo hecho en la vida. Todos somos gente. Todos somos ricos en algo. Todos somos, en cierta manera, envidiables, aunque todos seamos envidiosos.
Es algo tonto pensar que hay alguien por ahí libre. ¡La libertad! ¡Qué idea! Es miopía suponer que existen por esos mundos, entre la gente, personas “independientes”. ¡La independencia! ¡Qué ilusión!
Ahora que el estío está aquí y la dulce pereza nos acomete; ahora que fructifica todo, la tentación de la desidia es mayor. Mayor la nostalgia de un mundo en que todo nos fuera dado sin esfuerzo. Mayor el deseo de dejarse llevar por la corriente. Mayor el deseo de sumarse a la gente en una comezón de irresponsabilidad. Pero ¡no hay gente! O –por mejor decir- la gente somos todos. Si todo el mundo quisiera ser “como es la gente”, el mundo se acabaría. Conviene recalcar, para entendernos de una vez, que cualquiera es gente, pero sólo durante unas horas de cada día. El resto lo dedica a trabajar en la oficina o en el andamio, a preocuparse por lo que va a suceder en el porvenir, a enjugar el sudor de su frente para ganarse el pan. O, si eso no, a aburrirse que es aún peor.
Ni envidies a la gente en tus horas de hastío, ni la desprecies en tus momentos de afán y de superación personal. Es feo, e indigno, decir:
- Si yo viviera como Fulano... ¡Si yo tuviera la misma facilidad que...!
Pero también es torpe exclamar con aire farisaico:
- Yo no puedo ser como esa... gentuza.
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