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La máquina de los exámenes –máquina de hacer bachilleres, o abogados, o ingenieros, o guardias municipales, porque hay exámenes para todo- es bastante rudimentaria, pero no hay otra. Todo el artilugio consiste en preguntar y responder. Unas veces la máquina falla, porque el que pregunta no sabe preguntar. Otras, porque no sabe responder el que responde. Pero en todo caso, la máquina, por defectuosa que sea, es inapelable.
Y, ¿no hay otro medio para registrar los conocimientos del estudiante o del aspirante a un cargo? Para garantizar que se sabe unas cosas, ¿no hay otro sistema que el de acudir –previamente llamado- delante de un tribunal, desganado en su función o no, enteramente capaz o no? Pues la realidad es que no hay otro medio. Y, lo que es peor, los progresos dentro del sistema son bastante escasos a pesar de los esfuerzos de la Pedagogía donde siempre es más el ruido que las nueces.
Y se dirá: ¿Con tanto como se ha adelantado, hombre, en todas las ramas del saber, cómo es posible el que no se haya avanzado un ápice en el modo de comprobar lo que se sabe?
Y es porque pinchamos en hueso. Con el alma hemos topado... El alma no se mide, no se cuenta, no se pesa; lo que hay dentro del alma tampoco. Por deficiente que sea la máquina de los exámenes, más imperfectas resultarían al efecto las otras. Porque si alguien inventase una máquina –verdadera máquina: máquina mecánica- de examinar, los resultados serían peores. Al hombre –y a todo lo que tiene dentro- sólo es posible medirlo con el hombre. Así los catedráticos, o los miembros de un tribunal, cualquiera que sea, juzgan más o menos a bulto la sapiencia del examinado pero emplean para ello el único instrumento idóneo.
Y es curioso, de verdad, el instrumento. Porque la pregunta la hace en el examen quien sabe la respuesta. Pregunta el examinador no porque no sepa, sino, precisamente, porque sabe. En todas las relaciones humanas, preguntar es indicio, aproximadamente, de no saber. Pero cuando se trata de examinadores, preguntar mucho es síntoma de saber demasiado. Es lógico que sea así, pero vista la cosa con apreciación ingenua no deja de ser graciosa esta... “inversión de valores”. Es como si se supiera que durante todo el curso el estudiante ha preguntado excesivamente en clase al profesor y que ahora el profesor se toma la revancha... ¿No es el examen una clase vuelta del revés? En la misma línea de apreciación ingenua resultaría que todo en él es como un fingimiento: preguntas fingidas, respuestas fingidas. Porque el examinado cuando responde, aunque responda bien, está preguntando con los ojos al catedrático. Y, en última instancia, el preguntador es el que responde decisivamente aprobando o suspendiendo.
Claro que sí: el examen, por su misma índole, es un procedimiento primitivo. Es como una tabla del Cuatrocento. Ni hay en él agilidad ni demasiada perspectiva ni la expresividad está lograda. El examen es de un hieratismo mental encantador. Uno pregunta y otro responde. Eso es todo. Los matices se pierden. Estudiantes aprovechadísimos no saben examinarse. Sabios profundísimos, no saben examinar. Sutilizar, infundir alma, movimiento, fuerza al examen como tal es imposible. Las preguntas y las respuestas son moldes. La sabiduría es como una fluencia. Concretar la ciencia en preguntas y respuestas es catecismo más o menos sublimado, pero no pasa de ahí. Los métodos de los exámenes –repitámoslo- son imperfectos. Pero... “mejores no hay”.
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