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Hay niños que se portan bien, muy bien, en la escuela. Realmente, guardan la disciplina y atienden a todas las advertencias. Además estudian, se saben la lección. El maestro, pues, se ve en la obligación de destacarles, de concederles los primeros puestos. Y hace bien.
Pero la conducta del niño en la escuela es sólo una parte de la conducta del niño. A veces, el maestro sospecha que hay niños que nacen dispuestos “ad hoc” para la escuela, como al contrario, hay chiquillos que chocan inevitablemente, con algo y con alguien, en el mecanismo didáctico o pedagógico. La tragedia del maestro entonces es ésta: tiene que destacar a unos alumnos que, por el hecho de portarse bien en el recinto escolar, no son, necesariamente, los niños mejores. Tiene que postergar a otros que, por el hecho de hablar mucho, o inclusive de no saberse la lección, no son los más detestables...
Digo que es una tragedia –pequeña tragedia- para el maestro porque éste se ve casi forzado a establecer una jerarquía de valores –todo lo efímera que se quiera-, imprescindible, pero falsa. El “destacado” pronto se cree superior a sus compañeros, se lo sigue creyendo hasta que cumple la edad escolar. Se lo sigue creyendo y hasta se lo hace creer a sus padres, que, orgullosos de las buenas notas del chiquillo, excusan sus desafueros y hasta sus barrabasadas en casa. A más de un padre he oído decir: “En casa es un demonio, pero si viera usted las notas que me trae...”
Pero sucede que, cumplidos los catorce años, el niño sale de la escuela. Entonces lo importante no es dejar de hablar en las filas, sino ser discreto. Lo importante entonces no es sacar “buenas notas” –en el mundo no hay calificaciones- sino saber distinguir. Suprema ciencia: saber distinguir... Entonces la bondad no puede computarse en formalidades
exteriores sino en virtudes.
El fallo de la Escuela es que no puede, de verdad, atacar al niño por todos sus flancos. Quiero decir que al maestro, en cinco horas diarias de clase distribuídas para la enseñanza de la Gramática, de la Aritmética, de las Ciencias, de la Religión, de la Lectura, de la Escritura, de los problemas, de las “cuentas” etc., no le queda demasiado tiempo para educar. Se educa al niño cuando el niño nos presenta problemas auténticamente morales, a resolver. Y, ¿cuáles son los problemas auténticamente morales que el niño presenta visiblemente en la escuela?: “Don Pedro, este niño me ha pegado”, “Don Andrés, este niño me ha...”. En la escuela, del niño se ve sólo una parte: la mayor o menor formalidad. La otra parte, hay que adivinarla. Hay que adivinarla, buscarla, y al maestro no le queda normalmente tiempo para ello, porque tal cosa exige no una lección más, sino el estudio profundo de los discípulos, uno a uno.
En la escuela, en general –tal como está montada- se concede muy poco tiempo a la educación. En la escuela, el alumno es rara vez educando. Y educar es mucho más difícil que enseñar, pero es mucho más importante.
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