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—Estudia, hombre, estudia.
¡Cuántas veces el joven, a lo largo del curso y sobre todo cuando el curso va a terminar, oye esa admonición! Tono persuasivo en ocasiones, amenazante otras.
—¡Como no estudies...!
En los puntos suspensivos se cierne, como espada de Damocles, la fulminación más ardorosa.
Así es que todo estudiante, para hacer honor a su nombre, en parte por amor, por temor en parte, termina por estudiar. Y luego aprueba, más o menos. ¿Y luego?
Luego, mientras «empiezan a olvidarse las cosas» se sedimenta en su vida el auténtico conocimiento. Mientras se le borran un tanto los nombres de las especies de las fanerógamas, en el «mantillo» de su espíritu germina la verdadera comprensión del misterio de una planta. Al par que los jugos digestivos del tiempo que pasa disuelven los cuadros sinópticos y las fórmulas prendidas con alfileres, se verifica la genuina asimilación de los conceptos. Sabida es la frase: «Cultura es aquello que queda, después de que se ha olvidado todo».
¿Quiere esto decir que, entonces, saberse la asignatura no significa nada, que «empollarse» el libro es una majadería, puesto que todo va a emblandecerse, a liquidarse, a transformarse después en la digestión y en el metabolismo, es decir, en las vacaciones hechas ad hoc para no mirar un libro?
No, que va; no quiere decir tanto. Ni mucho menos. Porque lo que se olvida se sigue sabiendo. El olvido es un eclipse: no es una catástrofe. Y si lo que se olvida —como suele— es el detalle y no la idea, la fecha y no el suceso, el nombre y no el concepto; si la sustancia de lo aprendido subsiste aunque momentáneamente desaparezca el accidente, es señal de que se está operando, precisamente, ese metabolismo en el conocimiento. Y ello es deseable, es un bien. Diríase que el estudio concienzudo de la asignatura clavó su impacto en la inteligencia. Una vez dentro, el conocimiento se astilla, pero no se pierde. Es muy humano. No somos —los hombres— diccionarios vivos, archivos que deambulan, formularios que hablan. La fijación de fechas, datos, fórmulas, es cosa de los libros. Lo nuestro, en cambio, es la sindéresis, la armonización de conocimientos. Los libros nos informan, «metiéndonos» ciencia. Pero enseguida viene la formación, es decir, la distribución y la proporción que se efectúa, en fermentación lenta y sosegada —silenciosa y a veces inconscientemente— dentro del espíritu. De ahí que en mayo, a la hora del examen, sabemos la letra de la asignatura y... sólo dos meses después, o un año después, o quien sabe si varios años después, estamos en plena posesión del espíritu de la letra. Conozco a muchos niños que dividen con mucha más rapidez que su profesor de matemáticas, pero ¡cuánto mantillo pitagórico (?) les falta para llegar a ser profesores de matemáticas! (Einstein cuenta que vacilaba en la mecánica operativa de la regla de tres... ¡Después de inventar la teoría de la Relatividad!)
El proceso del estudio, sin embargo, no puede invertirse. Lo repito: sería grotesco no aprenderse las cosas con el pretexto de que se olvidan más adelante. Concretamente el bachillerato (los primeros cursos al menos) y los estudios medios en general, tienen la misión de informar. Y hay que aprender entonces, en ascético esfuerzo, aunque la comprensión del estudiante (aún no alcanzada la plena madurez) no sea todavía capaz del gozo intelectual del estudio que llega mucho más tarde. Es árido el aprendizaje, pero hay que apencar con él, como suele decirse. Hay que meter dentro definiciones, fórmulas y datos. Constará de seguro embaularlas, se hará difícil y pesado el tragarlas —perdón por la terminología, pero la considero en este caso gráfica—; no obstante, ya arraigará y fructificará el conocimiento que ahora se nos despega y se nos muestra extraño; ya se hará carne de nuestra carne...
Una corriente pedagógica semi-actual (digo semi-actual, porque parece algo rebasada) pretende que todas las cosas hay que comprenderlas, antes de aprenderlas. Yo considero que, en todo caso, hay que entenderlas, pero que comprenderlas es difícil. La comprensión implica una gran madurez. A los quince años, a lo mejor se entiende todo, pero comprender lo que se dice comprender, no se comprende nada. Y ¿qué diremos de los diez años? Seamos realistas. En el estudio hay que empezar por la aprehensión (aprender, claro está, viene de aprehensión); es decir hay que comenzar por agarrar las cosas, por entrárnoslas. Una vez dentro, muy dentro, el entendimiento y la comprensión las atacan y las hacen asimilables. Pero, insisto machaconamente, primero hay que aprender. Hay que decir, pues, al niño y al joven:
—¡Estudia, hombre, estudia!
Gracias a que nos aprendimos el Catecismo, cuando niños, al pie de la letra, en interminables ratos de esfuerzo, podemos permitirnos hoy el lujo de que se nos hayan olvidado «algunas preguntas». Lo doloroso es que haya quien opine de religión cuando a los treinta o cuarenta años se encara por vez primera con el Catecismo. Porque, no es paradoja, el catecismo —como todas las cosas— primero se aprende y luego se sabe. Lo otro, lo de saberse las cosas antes de aprenderlas —lo de digerirlas antes de masticarlas— sería ciencia infusa. Y pretender la ciencia infusa es pretender demasiado.
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