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El tiempo.— El invierno llegó antes, como con prisa, como motorizado. Casi nadie había salido a esperarlo todavía a ese andén desolado de Noviembre que es la fecha de Todos los Santos. No sabemos si es que se enfadó por el desaire. Pero ya en el mismo andén, empezó a deshacer sus maletas: la que dentro traía lluvia, y la que traía el frío dentro. ¡Ah! Y el maletín del viento.
Después... a lo largo de todo el mes fueron subiendo los precios. Que para eso el invierno está aquí ya. Tan caro huésped exige muchas revalorizaciones. No sólo la de las gabardinas de fantasía; también la de la poco imaginativa alcachofa. Sin contar la del aún menos imaginativo tomate.
(—Pues, ¿qué me dice usted de la carne?, exclamará de seguro si tiene tiempo de leer estas líneas —ahora que la criada se le ha ido para la aceituna— la pundonorosa ama de casa, de cada casa.)
Todos los Santos.— Si el tiempo no se curvara, reiteradamente, en afable espiral, sobre sí mismo; si el tiempo en lugar de describir círculos más o menos, siguiese sin contemplaciones la implacable recta adelante, tendríamos más sensación —todavía más— de caminar embalados hacia la muerte. Pero el tiempo, tan raudo, vuelve siempre por los mismos caminos: por los raíles que le marca el calendario. Y el calendario es un círculo cerrado, gracias a Dios. El calendario se parece a los raíles de los trenes de juguete que se instalan en las habitaciones.
Sí; el calendario es una especie de cepo que se le tiende al tiempo: así se le apresa (o nos hacemos la ilusión de que se le apresa) entre un enrejado de fiestas, en una cuadrícula de conmemoraciones.
Así se le mide, se le frena y hasta se le detiene. Siempre que llega «una fecha señalada», una conmemoración, dejamos de mirar hacia adelante —hacia adelante hay muchas felicidades probables, pero una muerte segura— para lanzar un vistazo a lo que queda atrás. Atrás, en el pasado, existen posiblemente muchas desgracias, pero, también, una vida innegable.
Alguien nos decía que la Fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de los Difuntos, entrañan bajo la liturgia negra y fúnebre de su significado, la palpitación de una fuerte alegría. Sentirnos vivos, nunca produce más sensación eufórica, más sensación de superioridad, que en este día amarillento de cera funeral. Porque en este día, a la vida se le ofrece, la ocasión del contraste. El relieve no es otra cosa que contraste.
Y —añadía—, si no, observa como todas las gentes invitadas a un entierro, apenas saben disimular su alegría. La gente del entierro no sabe del todo esto, si no se somete a un riguroso trabajo de introspección. La gente del entierro hasta se cree contristada. Y lo está en lo que está de su mano. Lo que pasa es que la inconsciencia —ese grueso sedimento— no está de nuestra mano.
Observamos por nuestra cuenta —eso sí— que las campanas de las iglesias doblan cada año menos el día de Difuntos. Será, entonces, que falta el buen humor en los vivos... Eso diría «alguien», ¡válganos Dios!
Úbeda y Noviembre.— En todo caso, parece muy de Noviembre esto que está haciendo Úbeda de excavar en las entrañas de su pavimento. La tierra que pisamos está recordándonos a todas horas que un día nos sumirá... Es como si se rebelara, revelándonos nuestro fin y enseñándonos que no tardarán en relevarnos. Rebelión, revelación, relevo...
Pero de este «pulvis erit», saldrá Úbeda rejuvenecida. Aquí no hace falta ser «alguien» —como aquel «alguien» de marras— para encontrar la paradoja. Esta Úbeda de noviembre de 1956, algo cementerial, es la premisa mayor de nuestra primavera urbana. Para Mayo de 1957, Úbeda, además de callejas para el turismo, ofrecerá calles al turista.
ANSELMO DE ESPONERA
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