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A Adán —sabido es— se le dio, en la Tierra, «plaza en propiedad». Pero Adán cayó y, desde entonces, la Tierra, para el hombre, es sólo una interinidad.
Al fin y al cabo la Historia se ha sentido siempre interina. Cuando la Historia, con todo tiempo tan accidentada, tan orográfica, se ha calmado en una etapa de tranquilidad, de paz sosegada, ha considerado inevitablemente la paz como otro accidente. De tal forma, que jamás se ha sabido si la guerra es para la paz, o la paz para la guerra.
Es igual en el hombre, en el individuo. Porque, en cualquier edad, el hombre se advierte incompleto; ocupando en el mundo un lugar que no es el suyo; en espera —espera radical— de su auténtico cometido. Pero, ¿dónde está su auténtico cometido? ¿Cuál es su plaza intransferible y personal? Los niños saben que eso de la infancia pasará; son conscientes de su niñez provisional. Los jóvenes, no ignoran que eso de la juventud pasará igualmente, y son sabedores de que sus impulsos, sus pasiones, sus ímpetus no son impulsos, pasiones o ímpetus «en propiedad». Luego, el hombre maduro que debía sentir esa plenitud que, por naturaleza, debe llevar implícita la madurez, registra con pena un fermento de vejez trabajando dentro de su organismo con vistas al «viejo mañana». Y eso es lo que quita plenitud al hombre maduro, porque «ser hombre para esto...».
La vida es una fluencia rebelde a los esquemas preconcebidos, a los encuadramientos «a priori». Lo de la edad perfecta es una utopía porque la edad no puede ser perfecta, por cuanto es edad. Mientras el hombre no pueda «plantarse», detenerse en el día feliz o afortunado, ¿de qué valen sus propósitos y sus empresas? Pero claro está que el hombre no renuncia a sus empresas porque tiene en su naturaleza un instinto inédito en el resto de las especies: el instinto de eternidad. El hombre no disfruta las rentas del tiempo presente; no vive al día —aunque lo quiera o lo presuma— como el perro, el gato o el caballo. El hombre es, esencialmente, el animal esclavo del mañana. De ahí, su angustia. Porque el mañana es tan efímero como el hoy. Nunca falta la incertidumbre detrás del placer mismo.
Hoy, un amigo periodista me ha enviado unas preguntas «para el último minuto de vida». «Si le quedara un minuto de vida y en él hubiera de dejar un mensaje, ¿cómo lo haría?». Espeluznante pregunta, que a uno le hace ahondar sobre el quiebro insinciero que damos a la existencia. ¿Somos sinceros con la vida? En el fondo, todos adolecemos de la hipocresía de obrar como profesionales —con «mando en plaza» diríamos— sabiéndonos, en última instancia, interinos. «Mi posición», «mi cargo», «mi carrera», «mi dinero», «mi negocio»... Pero, ¿es que son «míos»? Lo peliagudo, cuando llega la muerte, es que desaparece todo lo «mío» y quedo «yo». Yo, desprovisto de interinidad, esto es, yo, sin mis accidentes; yo, desnudo y entero, para ocupar, en la eternidad, mi puesto definitivo.
Pero todo esto es demasiado verdad. Es una verdad eterna que, desde el principio del Cristianismo, nos repiten cada día los predicadores y los libros de piedad. Como es demasiado verdad, no es de nuestro gusto. A los descendientes de Adán nos gustan las medias verdades: las hemisféricas; las en parte iluminadas y en parte sumidas en la sombra. Y ahí, repito, nuestra insinceridad con la vida. Aspiramos a la eternidad, a la «plaza en propiedad» porque nos lo impera nuestra misma naturaleza. Pero obramos con la terquedad de ambicionar esa plaza en la Tierra. Es lo que «fingen» nuestras pasiones: fingen que el paraíso está aquí.
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