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Nadie sabe —nadie lo sabe— si es ya el otoño, aunque alguien asegura que ya es el invierno. Es el caso que, en este último día de agosto, llueve con estilo novembrino, con auténtico y pertinaz estilo «Todos los Santos». La grácil Coruña no pierde, a pesar de todo, su agilidad veraniega. No hay plazas vacantes en la Renfe para los trenes de los días próximos, y la fuga de los veraneantes se hace difícil. ¿Por qué «en plena canícula» como quien dice, el mal tiempo piafa impaciente en el inmenso Atlántico? Pero, insistimos, La Coruña, amenazada a babor y estribor por la borrasca, no se desencuaderna, no cede un ardite de compostura. El charol de la lluvia no consigue sino mostrarnos la edición «couché» de sus estupendas calles brillantes de escaparates y de impermeables. Calles superpobladas de una elegante multitud alegre que, al ser expulsada de las playas, brujulea habladora y pimpante. Las marisquerías —por ejemplo— son un buen refugio. Porque el marisco, es «neutral». Está siempre —siempre— ostentoso e incitante en los escaparates y en los mostradores de los bares, tanto en los días soleados como en los plomizos, sobornando sutilmente esa ptialina tan simpática, tan traviesa, que, según dicen, todos llevamos debajo de la lengua; haciéndonos, en una palabra, la «boca agua». Solo que en estas mañanas sin playa, cuando «Riazor» y «Santa Cristina» se debaten abandonadas frente al oleaje y el viento, el marisco une a sus naturales encantos, el de la exclusividad.
¿Exclusividad? ¿Exclusividad del marisco para distraer la atención del veraneante sin playa? Claro está que hay otros atractivos, pero tienen —esa es la verdad— poco público. La Coruña no es siquiera una ciudad monumental, y el recurso de visitar lugares artísticos e históricos se cubre en media hora, dando un vistazo a las tres o cuatro iglesias interesantes de la «ciudad vieja», llamada aquí, por antonomasia, «la ciudad».
Queda el vagar, sin objetivo inmediato por sus calles, tensas y a punto las finas antenas de la curiosidad. Pero ésta tampoco es distracción para todos, sino únicamente para los «especializados». ¿Quién que no sea un especializado —especializado sin título: esto es, un poeta o un vagabundo—, puede solazarse ante el múltiple espectáculo (espectáculo de micro-emociones) de ese vario tornasol que ofrece una ciudad bulliciosa, cuando despliega, ante la observación del contemplador, el complejo entramado, el tejido de matices, que la vida devana con su tornadiza lanzadera —hilo de mil colores— en el alma de un pueblo, de unas gentes en plena actividad mañanera?
Uno, por adversa fortuna, apenas es un «especialista» de esos. Tampoco uno adolece de una ilimitada vocación hacia el marisco... He aquí, junto a un escaparate sojuzgado por una inmensa langosta entre fuentes de «pulpo a la gallega», he aquí, un portal de libros de lancé. Estos puestos y tenderetes «de viejo», ofrecen su particular resaca de autores olvidados. Ya antes, en los escaparates lujos de las librerías (La Coruña, dicho sea de paso, dispone, en cantidad y calidad, de magníficas librerías), hemos visto los nombres, en cubierta satinada y deslumbrante, de la literatura al día: Graham Greene, Mauriac, Hegminway, Ludwing... Aquí, en las librerías «de segunda mano», están los nombres oxidados, los volúmenes desmembrados y roídos, en «avanzado estado de descomposición». Algo bueno puede encontrarse sin embargo entre las producciones, vendidas al peso, de toda esa balumba de autores de «antes de la guerra». Literatura Yacente, sin pena ni gloria, en los estantes polvorientos, en la «fosa común»; escritores que no lograron repasar la actualidad efímera de su época, cuya fama —«sic transit...»— murió quizás antes que sus mismas vidas. Bien que, junto a estos nombres, sin separación de clases, suelen estar los de otros autores cuya estrella todavía brilla en los escaparates de lujo. Todavía queda mucho Benavente y bastante «Azorín» en los estantes de lance. Terrible purgatorio este. No pocos «clásicos» se esconden, pintarrajeada y cochambrosa la cubierta, en el triste anonimato. Da vergüenza. Yo mismo he «salvado» esta mañana un libro de Manuel Machado. Un libro precioso, del que no conozco ninguna edición moderna, titulado «Memorándum de la vida española en 1918». Se pudría lentamente, entre una imbécil «novela galante» del «Caballero Audaz» y un dramón de Joaquín Dicenta... Bastante de labor de «salvamento de naúfragos» hay en estas visitas a las librerías de viejo; si es que se llega a tiempo para poner a buen recaudo en nuestras librerías particulares, algunos de estos volúmenes zozobrantes en el olvido.
Bien; cuando salgo de curiosear en el portal de libros de lance, luce en la calle un vago sol; sol que bracea, allá entre las nubes, luchando, también él, por no zozobrar definitivamente. Los rostros de todos esos veraneantes con gabardina, que aún no han obtenido «plaza» en la Renfe —rostros expresivos, esperanzados— le lanzan los salvavidas de sus cálidas sonrisas optimistas. Pero yo no sé, no sé. Allá por Riazor se levantan unas nubes con un nuevo cargamento de agua...
La Coruña, 1º septiembre, 1956
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