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El departamento del tren.
En el departamento del tren, siempre va un señor que habla. Nunca falta, en el departamento del tren, el señor que calla.
La conversación comienza, naturalmente, en un tema fácil, al alcance de la mano. Comienza, a lo mejor, con ese tópico —verdadero, probablemente, como todos los tópicos— de que los ferrocarriles españoles tienen un servicio que da asco. Nada más oportuno que un chistecito sobre la velocidad parva del expreso, para que el señor hablador coseche un ramito de risas de sus compañeros de departamento. Conseguido esto, la facundia del viajero parlero se crece por momentos y si alguien no la detiene —el señor que calla es el único que pudiera detenerla... si hablase— concluye por inundar, en su pleamar, las riberas de las vidas de cada ocupante del departamento. Él —el hablador— termina por enterarse de dónde, cómo y porqué del viaje de sus compañeros. Ocasión estupenda para que él emita sus juicios —de una gracia resobadísima— sobre el matrimonio, el coste de la vida, los negocios, el tiempo que falta para llegar a Ponferrada, el veraneo, Di Stéfano, el «Litri», Jiménez Díaz, el cáncer, su primo el capitán de Aviación y su madre.
Cuando llega la hora de comer, el hombre hablador se revela, según todas las probabilidades, como un gastrónomo de primera división. Es entonces cuando los viajeros del departamento aprovechan jubilosos el momento para asomarse a la ventanilla, con la ilusionada esperanza de que un dulce sopor digestivo suma al hablador enteradísimo en el reparador sueño de las tres de la tarde.
Efectivamente, incensado por el homo de su cigarrillo, tras la última tajadita, el señor hablador se enerva en una somnolencia prometedora.
Y entonces... empieza a hablar avasalladoramente, incontenidamente, desconsideramente, el señor callado.
¡Maldición! Están ocupadas las ventanillas del pasillo. Para «liberarse» del martilleo del monólogo de turno sólo queda el recurso del «water».
La ciudad desconocida.
Es el caso que solo se dispone de dos horas para visitar la ciudad desconocida. Y, en esas dos horas, hay que visitar la catedral, los monumentos, los sitios típicos, los jardines y los comercios importantes. Hay que captar matices, hacerse cargo del ambiente, indagar la psicología de las gentes de la ciudad. Hay que subir a lo alto de un monte desde el que el mar ofrece, según dicen, una perspectiva grandiosa; hay, luego, que visitar una pequeña ermita cuyos sepulcros románicos son más que milenarios (de la edad de estos sepulcros se encarga el turismo); hay en fin que devorar impresiones heterogéneas y dispares en avizorante tensión de ánimo porque a las siete y media «en punto» sale el tren o el autobús de la excursión reanuda su marcha...
Y en estas circunstancias los monumentos, los matices, el ambiente, la psicología, las perspectivas y los sepulcros románicos de la bella ciudad recién conocida se atragantan fatalmente en un caos de percepciones. Cuando reanudado el viaje nos ponemos a pensar sobre la ciudad, acomodados en nuestro asiento, se impone en la imaginación, posiblemente, el recuerdo menos importante. En lugar de rumiar, como sería justo, la impresión de los sepulcros románicos, insiste machaconamente en la memoria el ocre sucio de la habitación donde nos hospedamos, o el rostro abrumadoramente vulgar del mozo de la cafetería, o el ruido chirriante de la carretilla de mano que nos sustrajo el sueño. Siempre, ¡maldición, otra vez! asociaremos el recuerdo efímero de la bella ciudad al de una habitación destartalada, un rostro estúpido, una carretilla o un gato.
La playa.
La playa embota los nervios —los «nervios en punta»— bajo una grasa de bienestar. No solamente es adánico el vestido en la playa; también el hombre se troca un poco en primer hombre. Los elementos otrora «desencadenados», se domestican en la playa al ser vicio del hombre. La roca descomunal se hizo arena, el sol se cernió en bruma y perdió su atributo de «sol de justicia», el viento se amansó en brisa y el mar —tan solemne, tan bravío— se puso mimoso y halagador lamiendo, con su festón de espuma, los pies de los bañistas. Ante este concierto de mansedumbres cósmicas, el hombre se recrece, se torna audaz, se forma un «complejo de superioridad»; tierra, mar, sol y aire son para él: para sus exhibiciones natatorias, para el bronceamiento de su piel, para su diversión y para su higiene.
Un rato de playa es un rato de abandono de la propia personalidad, un rato de espiritual descanso. Se adormecen las vivencias anímicas en la playa sometidas a la rumoterapia del mar. Mientras opera en el cuerpo la hidroterapia y la helioterapia...
Creíamos, en fin, que el mar bienhechor nos devolvía la plétora de nuestras facultades...
¡Maldición otra vez! Al salir del baño, el periódico, en su sección científico-pintoresca, nos pone delante dos importantes declaraciones del Doctor X, basadas en repetidas investigaciones escrupulosas, insistiendo en los nocivos efectos orgánicos de la helioterapia y de la hidroterapia. Respecto de la rumoterapia del mar, es nuestra misma experiencia, la que nos confirma su momentáneo influjo adverso, en la claridad de las ideas. Maravillosa literatura la que se hace, del mar, tierra adentro. En la playa... la inspiración, como los nervios, se embota bajo la grasa psicológica del bienestar.
ANSELMO DE ESPONERA
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