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Nuestra Institución es grande. Es su gloria, pero también su pena. Si es amplia es compleja. Si tiene madurez tiene problemas. Si adolece de problemas, una desazón ha de estar impresa –por fuerza- en sus actividades. Atención, pues. No somos una Obra perfecta. Pero no somos perfectos a causa de un defecto capital –capital exclusivamente-, o por defecto de sus miembros, exclusivamente de sus miembros. A todos nos alcanza la pena y la gloria. Todos somos responsables. Responsables de una grandeza que se advierte y responsables de una posible miseria... En la Institución todos tenemos un puesto. Desde él nos cabe la satisfacción, en parte, y en parte nos cabe el descontento. Y será mejor que cada uno arrostre –en vistas de un mejoramiento- con sus propios éxitos y fracasos. Que no ocurra lo contrario. Porque, ¿no puede suceder que al hacer depender del trabajo o del rendimiento de los otros la eficacia de la Obra, incurramos en el feo pecado de la desidia, siempre asistida de su fiel aliado el derrotismo? Los egoístas, son derrotistas, son derrotistas por naturaleza.
Hay un verbo que se llama “comprender”. Todos, todos los hombres debieran esforzarse en conjugarlo. Nosotros, hombres de la Institución –porque es una Institución de hombres-, con el afán, además, de hacernos dignos de ella.
Hay un verbo –todavía más elemental- que se llama “amar”. Pero, ¡cuidado!, el amor no es una palabra. Tampoco el amor es un sentimiento. Amar es poner a nuestra razón, un exponente de bondad. Cuando a nuestra razón, ponemos un exponente de bondad, deja de ser nuestra exclusivamente. Entonces es ya la razón, no mi razón. Atención, porque para tener razones, basta con tener palabras. Pero para tener razón, la misma lógica no es suficiente.
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