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Hay que ver mi maestro el pobre... ¡qué cosas usaba! Usaba de la paciencia y, cuando no podía más con uno, se ponía impaciente hasta el abuso. El abuso, como todos ustedes saben, era el “palo y tente tieso”. El hombre de Dios echó mano a todos los “métodos”, “procedimientos y sistemas” que la pedagogía propugna, para enseñarme a dividir por nueve: por nueve cifras en el divisor. La verdad es que eso apenas sirve para algo más que para aprender a hacer una división con nueve cifras en el divisor. Pero, bueno, su intención era maravillosa. Y su táctica que comenzaba con la dulzura, continuaba por la persuasión, seguía con la amenaza y concluía con la palmeta, era anticuada, pero ¡tan humana!
Si el pobre levantase ahora la cabeza... Ahora están los robots norteamericanos que todo lo saben y todo lo enseñan, con notoria ventaja sobre los maestros de carne y hueso. ¡Qué bochorno para mi pobre don Antonio, para mi viejo, excelente maestro que gritaba en el encerado como un energúmeno: “¡Cero al cociente y bajo la cifra siguiente!”
Sólo que don Antonio, que no disponía de la sabiduría suficiente para enseñarme a operar en una división de nueve cifras, tenía un alma así de grande –dentro del corpachón- que se ensanchaba aún más cuando se ponía a hablarme de Dios, del Amor, de la Belleza, del Deber...
Y de eso, el robot... ¡ni olerla!...
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