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En el mar —se afirma— apuntó la vida; pero superados los primeros tanteos biológicos, está claro que se produjo una emigración en masa, y fue en tierra firme donde la promoción de las especies encontró sus condiciones óptimas. Desde el punto de vista, pues, de la filogénesis, el ambiente marino gradúa un “clímax” de primera infancia; y, de todas formas, el hombre —hecho de tierra para vivir en tierra— representa algo así como el antípoda del pez. ¿Hay manera de que un hombre se entienda con un pez? Nos son más próximos el cerebro del elefante y el cerebro de la hormiga.
Por eso el común asombro ante el mar. Para cada uno es, sobre todo, el gran extraño. Su poder de seducción, ¿no radicará en que su faz nos muestra lo inalterable, lo invariable, cuando nosotros, por dentro y por fuera, nos advertimos carne de Historia, sujetos al impacto plural del tiempo? Lo extraordinario —o lo desesperante— del mar es que no acusa el paso de los siglos y de los milenios. El pájaro, el árbol y la roca viven o yacen en constante “apertura”. Pero él nos cela su misterio insondable, incomunicable. Es un mundo aparte; es otro mundo.
Ya estamos frente al mar. Tentación. En su presencia, lo primero, adquirimos una particular conciencia de seres mediatizados por la civilización; o, por mejor decir, sentimos una específica responsabilidad de hombres vestidos, esto es, arropados, defendidos del cosmos. Al cuerpo le protege el traje, y el indumento del alma son las ideas. En cualquier caso, la Historia providente ha trabajado por nuestro hombre; nos ha individualizado, perfilado, diseñado. Pero he aquí que la presencia del mar actúa a modo disolvente. Por supuesto, su sugestión nos impulsa a desvestirnos (la vuelta a la Naturaleza que en los románticos no pasaba, acaso, de puro efectismo, se hace en el baño pura efectividad). Y no todo va a quedar ahí. ¿No nos tienta también el mar en lo más íntimo? ¿No pugna por desprendernos, igualmente, del apresto interior del espíritu? Diez minutos encarados en silencio con las olas representan una especie de amenaza para nuestro hombre. La pregunta “¿Quién soy yo?” cobra plena vigencia ante el océano. Peligrosa vigencia. El mar deshace los montículos de arena de la playa. ¿Será nuestra historia arena? ¿Lo será nuestra peculiaridad, nuestra idoneidad? Hace falta una buena dosis de fortaleza para afirmar, en acto de fe, la propia personalidad ante el mar. Contra el mar. Hace falta espíritu. El espíritu es esa cosa insólita que no transige con el mar, hostil a la contemplación desmesurada, desesperada. El espíritu es acción y proyecto: propósito que no abdica. ¿Mar infinito? ¿Mar insondable? ¿Mar eterno? ¡Mar apabullante! “¡Vive Dios que me espanta esta grandeza!”. Por eso, ¿qué admirable el alarde humano de domesticación del mar que es el puerto!
En el puerto, por lo pronto, el horizonte se escamotea. Puede que apenas exista drama visual mayor que el de tener siempre delante, nítida, la línea “en que parecen juntarse cielo y mar”. Ver el horizonte desde el mar nos da una imagen de la nada. Nada, prácticamente, entre el sol que se hunde en las olas y nuestra vista que contempla el espectáculo. Nada, porque la oceánica lejanía unánime despulpa de contenido a las sensaciones y las nivela en totalitario adormecimiento. Más amable, desde luego, es constatarnos rodeados de cercanías, de proximidades tangibles. Nos advertimos seguros cuando entre la remota lontananza y nosotros se interponen las montañas, el bosque..., los hombres, las cosas. Ver sin disimulos, en desnudez planetaria, al horizonte es engañarse en una desolación del mundo, experimentar el abandono cósmico, sentirnos en profunda, inerme soledad.
En el puerto el mar se encaja familiarmente entre los malecones, con escenografía de grúas y de cabrestantes y edificaciones al fondo. En el puerto el protagonista no es el mar; diríase que le pueden las boyas, las grímpolas, las amarras, los fardos del muelle, los cargadores y hasta los mismos pescadores de caña. Presenta la batalla la ciudad al mar en el puerto, no lejos de los parques en que juegan los niños... O le cobra vasallaje. Se nota el espíritu abrigado en el puerto: puede palpar con delectación sus vestiduras, sus vivencias de tierra adentro, su experiencia de pensamiento, su historia de arcilla y roca: su solidez.
¡Y los barcos! Constituyen el mejor suceso del mar, el más humano, por supuesto, el que cifra la apoteosis del líquido elemento la medida y el triunfo de la inteligencia. Maravilla. ¿Decís que más maravilla es el mar? ¿Argüís que al mar no lo ha hecho Dios? Inveterado prejuicio de admirar la sapiencia divina en lo grande, en lo dimensionalmente descomunal, atentos sólo al tamaño. Pero el tamaño es sólo una ironía; quizá el mar es una ironía del señor. ¿Cómo pensar que Él ha puesto precisamente más cariño en la creación de la ballena que en la de la mariposa? Ya no vale, en exclusiva, el ejemplo de las estrellas para mover a la alabanza del Omnipotente; convence más el del átomo. Ni sirve demasiado el mar como paradigma de belleza. (¿Belleza? Está el ágil vuelo de las avecillas; la rama florecida del almendro; la leve inflexión musical del cuerpo de la adolescente...)
Más sorprendente que el mar, repetimos, el barco. Es una obra de razón. Donde resplandece el logro racional está la alegría del Creador, satisfecho de su mejor hechura: el hombre. ¿No se complacerá más Dios en el timón que en la ola?
Delicia de pasear por los andenes del puerto al atardecer. Hay un tráfago vital siempre. El cabeceo de las enormes grúas —una vagoneta de mineral en el pico—, el estridor de las sirenas, el asma de la vieja locomotora ponen un contrapunto de afán a la melancolía desmayada del crepúsculo. Pasan las nubes sobre el trozo de mar encuadrado, quieto, preso. No se divisa el horizonte... Delicia de andar y dejar atrás, dócilmente amarrados, a los buques soberbios, a las lentas barcazas. Otear la arribada de los luminosos veleros, de los gráciles balandros. Detenerse junto a la ensenada de las jábegas y de los pesqueros, y aspirar hondamente el aire impregnado del recio sabor de la brea. Presenciar unos instantes la ardida faena de los hombres cetrinos que cosen la red, arbolan las jarcias. Ver extendido, sobre la misma cubierta de las lanchas, el copo —móvil plata viva... moribunda— de la pesca reciente. Hacer no sé qué preguntas al chaval que, estevado por la carga, sopesa unos opulentos atunes que, —¡ha habido suerte!— nos muestra sonriente.
El límite entre el mar y el hombre es el puerto. Frontera de vida en que alienta la mejor voluntad de trabajo y de empeño ordenado frente a la fuerza sin forma, ciega, de lo desconocido. Estación de mando donde se declara la batalla al océano, donde el mar rinde a la tierra su tributo.
(Cerca del puerto, la ciudad ensaya otra especie de colonización del mar: la playa y sus bañistas. Pero ese es otro capítulo).
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