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Si de verdad se hiciese una reforma cultural, ¿no habría que volver a una atención prioritaria del hombre? El hombre, por encima de sus múltiples quehaceres. Porque vivimos la época en que la persona humana —cuando tanto se pregona su «dignidad»— pierde entidad y fuerza al ser absorbida, desbordada además, por sus funciones. Gabriel Marcel pensaba que el hombre se pierde de vista a sí mismo cuando se convierte en un «manejo de funciones». La verdad es que funcionamos más cada día y desde distintas motivaciones. Y, así, educamos no precisamente al hombre sino a sus accidentes. Atendemos la «función social», la «función profesional», la «familiar», la «económica». Y proliferan, por tanto, las enseñanzas que forman nuestras funciones y no nuestro ser. Educación política, educación social, educación sexual y científica... Todo eso es magnífico, pero no hay que llegar al punto en que la hiedra, enredada a la encina, destruya al árbol, usando la imagen de Maeztu. «¿Cuándo —se pregunta Gabriel Marcel— encontramos al hombre moderno, simple y llanamente hombre, vacante por unos momentos de sus «funciones», libre de ellas?». Vivimos «en función» de algo siempre. Esta es la enfermedad del hombre y de la cultura. Hasta cuando quedamos durante un mes de vacaciones, muchas veces las padecemos y no las disfrutamos. La gente se busca «ocupación» para «pasar las vacaciones». No puede, no debe ser así. La vacación es para entrarse puertas adentro y encontrarse con uno mismo, con el hombre que somos. Con el hombre que somos al margen del médico, del profesor, del oficinista, del artista, del artesano con que funcionamos. Porque, ¿de verdad, amigo lector, es usted otorrinolaringólogo, profesor de in¬glés, electricista o empleado de Hacienda? ¿De verdad, usted se identifica con su función profesional? No, sino que usted está de doctor, de licenciado o de oficial. Nuestra función social nos otorga una manera de estar, pero no un estilo de ser. Por eso nada tan odioso, tan deshumanizado, como el llamado espíritu de cuerpo que promueve lícitas solidaridades y comunidades de intereses, pero que es tan absorbente que nos vuelca a cada uno en nuestra función con exclusividad; nos deshuesa y desmedula eso que es anterior a la función y que llamamos «persona».
Quizás hay que educar al hombre, poniéndole en condiciones de enterarle de quién es. Sin que esto vaya a suponer que se preconiza un perfeccionamiento cultural y moral de puertas adentro, al margen del contexto social. No. No, porque precisamente, nada más después de habernos logrado en nuestra integridad de personas estaremos en disposición de servir a la Comunidad. Y no al contrario.
Pero es que, además, incluso al atender a la formación individual previa a la social, hemos de conceder prelaciones al espíritu sobre la función. No es una óptima salud biológica lograda en plenitud -pongo por ejemplo- lo más importante en el hombre. Cualquier función suya -incluso psicológica- es en cierto modo externa en la «auto-financiación» -diríamos- del yo. El yo de cada uno es anterior a su misma función de instruirse, y a la de reproducirse. Pero el «yo» --el núcleo espiritual- está como obnubilado. En algunos hombres va a cesar el «yo» -un yo que no se ejerce- como cesó por falta de ejercicio la glándula pineal.
Funcionamos y funcionamos, pero ¿vivimos? He ahí un punto de meditación para quienes introducen en el programa de reformas el capítulo de la reforma cultural.
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