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En realidad, lo difícil es siempre lo bueno, como lo caro es, en todas partes, lo más garantizado. Pero las gentes no quieren comprenderlo así, ni la pedagogía moderna tampoco.
Las gentes -por ejemplo- se empeñan en que cualquier libro que no sea ameno, es un tostón, un "rollo", y ciertos pedagogos -esos pedagogos que aprendieron en viernes lo de "enseñar deleitando"- se aferran a la idea de que es inútil cualquier aprendizaje que no vaya asociado al juego.
La amenidad: he ahí la clave. Interesa todo lo que es ameno. No interesa nada que no parezca ameno. El mundo, en general, -nos referimos al nivel medio de la gente- ha decidido no comer nada sustancioso. Como esos flamencos de la Andalucía baja, desdeñamos el plato fuerte, preferimos vivir a base de aperitivos.
Y no es que la gente ahora no lea, no se interese por la literatura, por el arte...Lo que sucede es que la gente, que lee más periódicos que nunca, que presencia más espectáculos que nunca, que conoce, por la radio, la mejor música, que, gracias al cine se ha enterado ya hasta de quien era Hamlet..., encuentra demasiado fácil el acceso a todos los temas de la cultura. Y como de todo sabe un poco la gente, apenas se atreve a saber mucho de una cosa. Es, naturalmente, el caso de las tapas. Maravillosos estos callos, magníficos estos mariscos, superiores estos riñoncitos, estas almejas... Cualquiera es el valiente que come cuando llega a casa.
Semejantemente, el mundo moderno sirve la cultura en tapas: de todo un poco y bien adobado. Shakespeare, sí, pero en el cine. Que ya que él es de por sí enjundioso, se nos sirva en salsa, muy picante, de amenidad. Y Beethoven también; no faltaba más. Pero cómodamente escuchado en la sobremesa y con la tranquilizadora garantía de que en cuanto empiece a parecerme rollo, bastarán unos milímetros para cambiar la novena Sinfonía por el pasodoble de "Joselito". Y Velázquez, y Rembrand también, por supuesto. Pero nada de museos; revistas, revistas, que es donde mejor se ven.
Pero ¿qué digo?. Hasta la Religión en emisiones de radio, empieza a resultar bastante amena. Las iglesias son tan frías, tan húmedas; en el verano asfixian tanto... Mejor es escuchar al Padre X o al Padre Z. Es estupendo y sobre todo amenísimo en sus charlas radiofónicas. Y mientras, qué fresquito con el ventilador, o que agradable la calefacción.
En resumen; una tapita de actualidad -periodismo de la mejor clase-, otra de arte en la buena revista, otra de música selecta en la emisión tal, etc., etc., hasta terminar con la tapa más insólita, la tapita de religión, el sermón radiado del Padre Z.
Después? Cualquiera soporta después la comida fuerte; cualquiera se enfrenta directamente con el Shakespeare que aguarda en la biblioteca; cualquiera se pasa la mañana en el museo; cualquiera se pone a estudiar matemáticas; cualquiera aguanta el rollo del texto doctoral ese; cualquiera va a Misa para que el señor cura se ponga tan pesado a recordarnos cosas; cualquiera... Con tanto aperitivo, con tanta tapita, tiene uno el espíritu echado a perder; uno lo ha probado ya todo...
Recibimos ahora la cultura migada y masticada, como si fuese una papilla. No nos tomamos el trabajo de deglutirla, quieren ingerirla solamente. Se enseña a los niños la tabla de multiplicar con un maravilloso juguete multicolor en lugar de hacerlo con una tabla de multiplicar y con un palo... Es todo un símbolo. Porque la formación cultural y moral del común de las gentes, adolece de este defecto capital: facilidad, amenidad, odio al rollo.
Hay, señores, que, rehabilitar el rollo. Hay que acostumbrar a todo el mundo a aprender en el libro más que en la revista, en el viaje más que en el cine, en el texto más que en la glosa del texto y en el sermón de la iglesia más que en la charla radiofónica. Hay que suministrar la cultura como se suministra el pan: en trozos grandes y enjutos, para tomarse el trabajo de masticarla después. Pero nunca suministrada como un biberón...
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