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Muere Leonor, y Antonio Machado hace la asimilación de su pena en Baeza. Porque hay dolores que se digieren mal —que se vomitan y por algo a la náusea se le llama angustia— y dolores que se nos incorporan en lenta y ancha melancolía. Existen sufrimientos que se rehúsan, que se devuelven. Otros adquieren su ejecutoria de nobleza labrando arrugas en la frente y bondad en la mirada. Baeza es clima para el espíritu: sitio para, como en un hombro amado, reclinar el pensamiento y el sentimiento. Desde 1912 a 1919, la poesía de Machado ahila nostalgias, matiza recuerdos y atisba regeneraciones. En Baeza hay espacio para tornasolar la tristeza en fervor. Para que el «sentidor», al par que ausculta el goteo de sus pesadumbres, adquiera en una especie de «cura de pensamiento» —cura ideológica— alientos nuevos y saberes distintos.
Lleva muy poco tiempo en Baeza —apenas un año—el poeta, cuando en 1913 escribe su «carta-poema» «A José María Palacio». Jamás he leído un mensaje (¡no, mensaje no; más bien balada doblada de sutiles júbilos!), jamás, digo, he leído un desahogo de amigo a amigo de semejante densidad lírica. Pregunta Machado a Palacio por la primavera soriana, «tan bella y dulce cuando llega»; evoca los campanarios, las cigüeñas, los trigales verdes; sonríe el recuerdo de los cazadores furtivos «bajo las capas luengas». Las abejas, el tomillo, las violetas... «¿Quedan violetas?», suspira el «profesor de lenguas vivas» sumido en sus remembranzas. Y termina con un amoroso, sencillo, impresionante encargo: «En una tarde azul, sube al Espino — al alto espino donde está su tierra».
Ella, Leonor, en su tierra, devuelta a la tierra, pudriendo tierra, y él («ayer maestro de gay-saber y aprendiz de ruiseñor») ahondando su herida en esta Baeza que mira dentro de sí misma, más allá y más acá de la lluvia. («Fuera llueve un agua fina — que ora se trueca en neblina»). Baeza, «pobre y señora», rimando su belleza con el alma del poeta, efímeramente enredada cada anochecer en la tertulia de rebotica. («Yo no sé — Don José — cómo son los liberales — tan perros, tan inmorales»). Baeza sumida en su gloria impávida («Lejos suena — un clamoreo de campanas») y él, sometido a un tratamiento de «reflexiones — lecturas y acotaciones», haciendo frente a su estado de perpetua duda, de tremenda sospecha: «¿Todo es — soledad de soledades — vanidad de vanidades — que dijo el Eclesiastés?».
Da Antonio Machado en Meditaciones rurales el reflejo entero de un estado de ánimo, amenazado de un lado por el hastío: de otro, dispuesto al próximo canto de «otra España que nace..., una España implacable y redentora... España de la rabia y de la idea».
Anochece. Abandona don Antonio —¿Antonio o don Antonio?, ¡don Antonio!— la tertulia. («Mi paraguas, mi sombrero — mi gabán... El aguacero — amaina, vámonos pues») y toma a la compañía de su pensamiento. Cada día, al fin de la jornada, con su pensamiento, ¡qué poblada, inmensa soledad! Los libros —durante la asimilación de la pena por Leonor que tiene «su tierra» en El Espino son, en Baeza, para el poeta, anestésico y estimulante al par. («Sobre mi mesa Los datos — de la conciencia, inme¬diatos — No está mal este yo fundamental — contingente y libre, a ratos — creativo, original; — este yo que vive y siente — dentro la carne mortal — ¡ay!, por saltar impaciente — las bardas de su corral».)
Igual Baeza que se consuela de sí misma consigo misma. Igual Baeza decantada en purezas al margen de la anécdota cotidiana y banal. Levanta el poeta Antonio Machado cada noche su «yo» ventana alta —campanario y torre— para atisbar horizontes y repicar esperanzas. Y, así, la «cura ideológica» devuelve aliento al «sentidor». Tornan las ganas y el deseo. Porque hay una conciencia «creativa, original». Son siempre posibles nuevos poemas. Detrás de la lluvia inminente refulge el azul. No se termina el azul si uno sabe situarse arriba, más arriba. Vibra el azul ahí, allí. Se adivina cuando no se ve. Está, no obstante, el tiempo implacable, mordiéndolo todo, mellándolo todo. ¿Tiempo de reloj? No se conforma el poeta que pregunta al reloj: «¿Tu hora es mía?». Y, de nuevo, vuelve a erguirse el «yo», el yo «que vive y siente», que se toca y se palpa por encima de los forros, a través de convenciones, usos, abusos; el yo, perennemente más profundo «dentro la carne mortal». El que quiere «navegar, hacia los altos mares, sin aguardar ribera».
Navegar más allá, la ribera ignota. No cabe mejor consuelo. Y, sin embargo, la pena agazapada sigue, la pena vela, la pena ladra. Y, ¿qué tiempo es el verdadero, el auténtico? ¿El del reloj, o el del poeta? ¿El de los tertulianos de la botica de Baeza, o el de Baeza limpia en su lago? ¿El de José María Palacio, el suyo o el de la lechuza de la catedral? («Déjala que beba, San Cristobalón...»). ¡Ah, el tiempo! Gime la «monotonía, que mide un tiempo vacío». Duele el tiempo pasado: «Era un día — tic, tic, tic, tic... que pasó, — y lo que yo más quería —la muerte se lo llevó» (Torna, vuelve a tornar «el alto Espino donde está su tierra»). Y, mientras, se arruga el tiempo de Don Guido: «Cuando mermó su riqueza — era su monomanía — pensar que pensar debía — en asentar la cabeza»). Menos mal que contra el tiempo —un teólogo llegó a sospechar que el pecado es el tiempo— se yergue el «yo fundamental». «No está mal», insiste Machado. Hay que agarrarse al asidero, al clavo ardiendo, a la conciencia del siento y pienso. Luego soy y existo.
Ayuda Baeza a Machado a reclinar en su hombro al hombre. Baeza y don Antonio están siempre lejos y cerca del «suceso». Baeza y Machado conjugan sus tiempos —¡no hay un tiempo, hay muchos tiempos!— un poco al margen, un tanto desdeñosos, de la cuenta isócrona del reloj. En la mesa de noche del profesor, «los datos de la conciencia inmediatos». Es la amiganza del poeta con el filósofo. Recuerda Bergson a don Antonio algo así como que el tiempo de las horas, minutos y segundos que pasan es nada más la infraestructura del alto tiempo —alta mar— de la duración. Sutil descubrimiento bergsoniano. Dura el ayer en el hoy, como en la melodía duran las notas ya emitidas, conformando y dando tino y tono a la nota que al presente suena. Y es pensando así, razonando de esta manera, como puede cada uno ver su propia vida, no como una sucesión, sino como una integración. ¿Es así como puede volver el optimismo? Escribirá Antonio Machado en Juan de Mairena, años más tarde: «Hay que tener los ojos muy abiertos para ver las cosas como son: más abiertos todavía para verlas mejores de lo que son».
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