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EL P. HERMOSO

Juan Pasquau Guerrero

en SAFA. nº 19. Enero-febrero de 1963

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En tierras de Japón hay un padre jesuita que, probablemente, todos los días en la Misa pide por nuestras Escuelas. No llega a los cincuenta años este religioso. Vive allí desde 1949. Hasta 1949, el Padre Francisco Hermoso –que tal es su nombre- estuvo en Úbeda, en nuestras Escuelas. Y entonces, de 1942 a 1949, época en la que, a causa de la escasez de medios, la multiplicidad de cargos fue tan común en la Institución, el Padre Hermoso fue en el internado de la Plaza de López Almagro director, prefecto, administrador, inspector y padre espiritual a la par.

Los antiguos alumnos –los antiguos-antiguos- lo recuerdan, estoy seguro, con gran cariño. El Padre Hermoso fue el primer jesuita que trajo a la Obra de la Sagrada Familia el Padre Villoslada. Era un hombre con aspecto de “duro” y de airosa planta. Esto, en cuanto a lo físico. En cuanto a lo moral, el Padre Francisco Hermoso poseía ese difícil secreto de dosificar la blandura con el rigor, de tal manera que los alumnos –y no eran grano de anís aquellos chiquillos que al principio nos trajeron de los correccionales de Yeserías- le temían y le querían. Más le querían cuanto más le temían. Y más le temían cuanto más le querían. Cosa difícil en verdad. Desde luego, el Padre Hermoso, en sus métodos de disciplina, podía equivocarse alguna vez. Lo que es indudable es que nunca andaba desorientado. Era expedito y eficaz. Él puso, en gran parte, los cimientos de la Obra. Y cuando comenzó a edificarse el actual Colegio, él iba todas las tardes, desde la plaza de López Almagro hasta el León, a inspeccionar las obras. Puso su entusiasmo, su ilusión acendradísima para conseguir el ritmo acelerado de unas construcciones, a conciencia de que él no las vería terminadas, puesto que desde los tiempos de su Noviciado aguardaba –a petición propia- que le destinasen como misionero a tierra infiel.

Y buen aprendizaje para el trato con los infieles tuvo el Padre Hermoso con la educación de aquellos alumnos de nuestras Escuelas, tarados psicológica y moralmente la mayoría de ellos. Provenían en buena parte de centros patrocinados por el Tribunal Tutelar de Menores. Abundaban los rebeldes, los díscolos, los inadaptados. El Padre Hermoso, sin demasiado bagaje de ciencia pedagógica que quizás no necesitaba, poseía el don de la intuición. Sabía dar a cada uno lo suyo. Auxiliado por cuatro o cinco maestros, informado por una alta “política” de abnegación, acertó a dar al internado una tónica de piedad, de vigor y de alegría. Y las circunstancias eran en verdad difíciles.

Estoy viendo al Padre Hermoso. En el “patio de columnas” de la Plaza López Almagro, a la derecha, tenía su despacho. El despacho era oficina, sala de visitas y... confesionario. Lo estoy viendo bajo el dintel de la puerta de su habitación viendo cómo los niños bajan y suben las escaleras, que conducen a los dormitorios, en absoluto silencio. A través de sus gafas de concha el Padre Hermoso parpadea rápidamente en una especie de tic nervioso característico. Su mirada impone e inspira confianza. Todos los chiquillos le miran atentamente
al pasar y él diríase que lo ve todo sin apenas fijarse en nada. En este “ojeo matutino” el Padre Hermoso, elige cada día, de entre la fila a cuatro, a seis, a diez alumnos; les hace una señal... Y cuando termine la Misa, los cuatro, los
ocho, los diez alumnos formarán una pequeña cola en la puerta de su habitación. Porque el Padre Hermoso no emplea el sistema de decir: “En mi habitación estoy de tal a tal hora, para el que me necesite”. No; lo estupendo es que el Padre Hermoso sabe quién necesita de él cada día. Y se adelanta... Los chiquillos no van a su habitación “libremente”. Esto de fiarlo todo a la propia iniciativa, a la libertad de los chiquillos, es tan bonito... (Pero de bonito no pasa).

El Padre Hermoso está ahora en el Japón. Conoce por fotografía estos edificios de la Institución tan crecidos, los edificios que él plantó con tanto cariño. Recuerda, creo yo, los nombres de todos los alumnos. Entre ellos el de un chiquillo larguirucho que estaba en la clase de don Juan de la Cruz González Quel y que se llamaba Rufino. El Padre Hermoso habrá tenido una gran alegría al saber que aquel chiquillo larguirucho se ha casado y es ahora administrador de la Casa de las Escuelas en Úbeda. ¡Caramba con Rufino! El Padre Hermoso ha tenido igualmente noticia de otros alumnos, maestros ya y que, incluso, están a punto de licenciarse o de doctorarse en Pedagogía. ¡Qué satisfacción la suya! En
cambio “el Tigre”, aquel perrazo que dormitaba cuando le soltaban de la cadena en la puerta de su despacho, murió, murió hace bastantes años...