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Era un montón de arena. Él, Román, ¿tenía, entonces, tres años? ¿cuatro años?... Se revolcaba, sólo, en la arena. Arena en los párpados, en el pelo, en la cara, en el delantalito, en las piernas... Arena seca por entre las uñas; arena áspera en la boca, en las encías...
No recordaba Román si la cosa fue en el corralito con arriates, un poco jardín, de sus primeros pasos infantiles. O si fue en la calle o en la plazuela... Pasó una nena, ¿cómo se llamaría aquella nena?, con su cubito lleno de agua. Y él:
—Oye, nena, tengo arena; mira cuanta arena, ¿quieres que hagamos «barro»?
Cayó el chorro cristalino, maravilloso. La arena se oscureció, exhaló un vaho caliente, se dulcificó, se hizo «barro». La nena iba trayendo cubitos y más cubitos.
—¿Sabes tú hacer torrecitas, nena? Mira cuanto «barro». («Barro» en los párpados, en los labios, en las manos, en la cara, en las piernas, en... el delantalito limpio de Román.)
La escena fue un aguafuerte grabado para siempre en su memoria, sobre la lámina sutil de su primera infancia. Porque acertó a verle así el padre y... ¡qué manos de hierro, Dios mío! Pero, vino la madre con el perdón. Sólo recordaba Román, de la madre, aquel regazo caliente en que se evaporaron sus primeras lágrimas; aquellos ojos que tendían, entre las pupilas, un iris de sonrisas, tras la tempestad de las azotainas.
Sólo recordaba esto y... un trajecito negro después. Empezó a hablar Román bastante claro. A los cinco años fue por primera vez a la escuela.
—Mirad, niños, —dijo el maestro a los chiquillos— este niño ya no tiene mamá.
o O o
El mundo de la mujer fue siempre, para Román, un mundo ajeno y distante. Sin madre y sin hermanas se hizo Román mozo. No había búcaros con flores en la casa de Román. Todos los goznes de la ternura estaban oxidados en su hogar. Entraban en su alma los sanos consejos del padre, rotundos y sólidos. Pero, ¿dónde el bálsamo que dulcificara la aspereza? Los consejos, sin disolver, se quedaban rotundos y sólidos, indigestados en la mente, sin hacerse linfa cordial.
Su vida era como el desierto. En los libros de poesía, leía Román las bellas metáforas ingenuas. La mujer era una rosa, la mujer era una estrella, la mujer era una música. Pero las estrellas, ¡qué altas! Y la música... ¡él no sabía cantar! Y las rosas... ¡cómo plantar rosas en el desierto!
Román empezó a aprender las cosas en los libros. Las cosas de los libros estaban secas de erudición. Para distraerse se revolcaba Román en la ciencia, en el estudio. Hacía Román unos montoncitos de ilusión..., él sería un sabio. Pero resoplaba, sin saber de dónde, un vientecillo —¿era aquello el escepticismo?— y los montoncitos se desmoronaban...
Román empezó a aprender cosas en la vida. La vida tiene placeres, en la vida está el dinero. Y el poder... Él, Román, volvía a levantar montoncitos de ilusión. Sería rico. Y ¿por qué no iba a llegar él a las cumbres directoras del poder? Pero caían de pronto sus manos desalentadas —¿era aquello la pereza?— y los montoncitos volvían a bajarse.
En el cielo estaban las estrellas. ¿Sería, también, la Eternidad, seca como su vida? Entonces, ¿qué es lo que temblaba en las estrellas? Román levantaba su mirada:
—¡Señor...!
Y la oración sin savia, se le marchitaba. Su madre murió cuando él aprendía a rezar.
—¿Era aquello la impiedad?
o O o
Creía Román que la órbita de su vida no se encontraría jamás con la órbita de la mujer. Eran el suyo y el de la mujer dos mundos distintos, sin tangencia posible. Miraba Román a las mujeres como se mira a las estrellas. Se preguntaba qué habría dentro del corazón de la mujer con la misma desesperada curiosidad con que inquiría el secreto de los astros, en las noches profundas... ¿Cómo ocurrió, pues, que...?
La cosa aconteció muy sencilla. Fue un día en que Román se revolcaba en su montón de arena... del estudio. Ciencia en la boca, ciencia enjuta, chirriante, en el corazón. Ciencia arenosa, dentera de ciencia en toda su existencia... Paso ella —la mujer— por delante del montón... ¿Cómo se llamaba ella? Era blanca, fina, suave de simpatía, lírica de sonrisas. En sus ojos, brillaba una acuidad, como la de las estrellas... Llevaba dentro un alma que se derramaba, efusiva; que le desbordaba el cuerpo.
El recuerdo de la infancia surgió avasallador. Sin poderlo remediar, Román habló a la mujer:
—Mira, mujer, cuánta arena tengo... ¿Por qué no me das tu vida? Haremos amor con tu agua y mi arena.
Pero yo no sé si, ahora, hubo también azotaina...
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