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Da gusto correr por esta carretera de Valladolid a Palencia, en la tarde húmeda de últimos de junio, entre unos campos de trigo que todavía verdean a trechos. Esta carretera, como casi todas las de Castilla, con la guardia siempre montada de sus chopos...
¿Por qué esa fama de aridez —literaria leyenda negra— de Castilla? Caminamos, aunque en sentido inverso, casi a la par del Pisuerga, y el campo que, lejos del río, sumido en las parameras, se entregará —¿quién lo sabe?— a su desolada ascesis, se nos muestra en estos contornos francamente ameno, decididamente campiña. No es lo mismo campo que campiña; no es lo mismo. Si Castilla es hierro, sudor y polvo, no hay duda de que Castilla descansa un rato al encontrarse con el agua. El Pisuerga, por ejemplo, está forzándole en estos parajes sonrisas al campo adusto.
El mismo pueblo de Dueñas, que si no recuerdo mal pareció horrible a Ortega, tiene hoy un semblante dichoso. Será porque es domingo... El caso es que el coche se abre paso entre grupos de muchachas iluminadas que pasean su hebdomadaria euforia por la carretera. No han desaparecido, ciertamente, los agujeros de las cuevas, en los alrededores del pueblo. Vivir en una cueva, así a primera vista, parece una desgracia y estos pueblos con agujeros en la roca, por habitáculos, en las afueras, aparentan sumar bastantes negativos en la carrera de la civilización. Sin embargo, desde que una vez, en la provincia de Granada, creo que fue en Fonelas, fuimos testigos del «confort» de una de estas cuevas —suelo de mosaicos, cortinajes de damasco y muebles de caoba— uno ha desechado cualquier perjuicio sobre el tema...
Pero donde nos dirigimos precisamente es al pueblo de San Juan de Baños, para admirar su antiquísima iglesia visigótica. Y es un pequeño conflicto, porque, en la carretera, no hay ninguna señal indicadora que nos oriente. Preguntamos en la estación de Venta de Baños. Preguntamos a unas viejucas de negro, que deben saberlo. «Hay que atravesar el paso a nivel y luego a la izquierda...» —nos dicen—. Atravesamos el paso a nivel, nos dirigimos a la izquierda, ascendemos por una carretera estrechísima, cruzamos un puente, divisamos empinado en una ladera un pueblo derramado en torno a su iglesia colosal, y volvemos a preguntar... Nos hemos equivocado, pues, y hay que desandar lo andado. Porque San Juan de Baños no es el pueblo agarrado casi ferozmente a la ladera, sino el otro de llano. Nos lo dice, ahora, una linda muchacha de ojos garzos... Con lo sencillo que sería enclavar un poste en la carretera general, con las señales precisas. ¿No es la iglesia de San Juan de Baños monumento nacional?
Ya estamos en San Juan de Baños, pueblo de adobe, pueblo embarrado, tremendo pueblo minúsculo. Cuando ven el coche ya saben a lo que vamos... Un hombre de barba crecida, con la colilla en los labios, escoltado de su perro labrador, nos da, sin que apenas preguntemos nada, las señas de don Martín. Don Martín es el párroco. Don Martín tiene las llaves de la iglesia visigótica. Don Martín vive al otro lado de la plaza —allí, «en la casa que hay a la derecha de donde está parado el carro»— en una casita con puerta de cancela en la que se muestra una placa del Sagrado Corazón.
Amable don Martín. Ha dejado, seguramente, su descanso dominical para atendernos. En su trato muestra una finura, una delicadeza, una elegancia de gesto de ademán. Un cura erudito sin duda alguna, además. (Uno no lo puede, entonces, remediar, uno evoca al cura de «un pueblecito» —de Riofrío de Ávila— parafraseado por «Azorín».)
El espíritu siente a veces regodeos insospechados. Por ejemplo, el espíritu de quien esto escribe ha experimentado una voluptuosidad de extraña índole cuando la llave descomunal de la iglesia de San Juan de Baños ha girado tres cuadrantes y se ha presentado a mi vista —y a la de mis familiares acompañantes— la desnuda arquitectura de la iglesia visigótica. El buen don Martín, entonces, empezaba su explicación, desgranaba sus datos: Recesvinto curado de una dolencia hepática ayudada por las aguas —por los baños que todavía enseñan sus ruinas— del lugar; Recesvinto oferente, que dedica al Bautista esta iglesia en acción de gracias; irrupción mahometana, que no priva al templo de su conformación; restauraciones, enmiendas; paletadas de historia, añadidos de fervor... El milagro de la iglesia, en fin, en pie, después de trece siglos. Y la extraña voluptuosidad espiritual que uno siente, no es otra sino ésta; ésta de pensar. Han pasado trece centurias desde la fundación de este templo y he aquí mis pasos detenidos en el suelo. «He aquí, mis pies, los frívolos viajeros», que diría Verlaine. Mis pies, hollando historia, trasladados del asfalto de la ciudad efímera, al pavés primero —primitivo— de nuestra gloria. Porque San Juan de Baños es, un poco, hogar simbólico de España; santo lugar de nuestra fe al que es bueno regresar al borde de nuestros días cansados, de nuestros días lastimados. Cerca, cerquísima, está Venta de Baños, el importante cruce ferroviario. ¿Cómo excusarnos de la somera peregrinación a San Juan de Baños, nudo inicial, enlace aborigen de nuestra tradición cristiana?
El sol declina cuando salimos de San Juan de Baños. Y anochecido, admiramos en Palencia desde una plaza solitaria, el edificio de su catedral melancólica, mustia. Es como una inmensa rosa que empieza a deshojarse a espaldas del tumulto de la calle Mayor, poblada de bares bulliciosos, en que se comenta el triunfo final del Atlético de Bilbao... Luego, otra vez a la carretera: «A Valladolid, 42 kilómetros. A Salamanca...».
Buena tarde de domingo. En este día de San Pedro y San Pablo le hemos visto a España —en San Juan de Baños— los talones.
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