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Ha aludido recientemente el ministro de Educación Nacional, don Jesús Rubio, en un discurso pronunciado en la Universidad de Barcelona, a la “cultura impresionista”. Ha dicho, poco más o menos: La Cultura no se improvisa alegremente en juegos de ingenio porque es “esfuerzo, tenacidad y menestralia” ; no se forja mediante la aplicación de fórmulas del pensamiento en oficio de eficacia y trascendencia, mejor que en “pose” de brillantez.
Es ya un gran acierto el adjetivo que emplea el ministro para calificar –para motejar en este caso—a esa clase de cultura inconsciente, puro matiz y exclusivo color, que domina ahora en muchos sectores. “Cultura impresionista”, ha dicho, es decir, cultura en la que los perfiles de las ideas se desdibujan hasta perderse, disimulados o excusados por manchones emotivos y efectistas, ausente cualquier densidad conceptual, licuada toda sustancia, descompuesta toda “forma” en vibrátiles efusiones sin ritmo. Si Diderot, en su tiempo, se adelantó al propósito impresionista con aquella su famosa frase: “Queremos lo que nunca se verá dos veces” haciendo una apología de lo efímero frente a la clásica norma que fundamenta la verdad, la belleza y el bien en lo perdurable, hay que ver cómo se llevan ahora a sus últimas consecuencias aquellas palabras del filósofo de la Enciclopedia. En efecto, la Cultura empieza a ser una masa –fofa diríamos—enferma de reblandecimiento medular: iluminada, claro está de vivaces genialidades aquí y allí, proclive a todos los colorismos, hipersensible e hipertrófica de accidentalismos, errátil no obstante en su carne cansada; en su carne desvinculada de espíritu. Porque es eso; la cultura pierde sus articulaciones íntimas, se desenhebra y desengarza en marañas confusionistas; la espátula se restriega con furia –la espátula aquí es la voluntad—para suplir con impresiones fuertes, de urgencia, la fuga de esquemas.
¿Hay muchos que, actualmente, dispongan de un esquema cuando se proponen adquirir una cultura? Y, no obstante, sin esquema no hay cultura, como no hay cuerpo sin esqueleto. El esquema ideal debe proceder, en todo caso, a los conocimientos paralelos porque es él –el esquema, o si se prefiere el programa—quien aloja en lugar correspondiente a los conocimientos y a los datos: La gente conoce ahora muchas verdades, es mas culta, cuantitativamente hablando, que antes; pero no sabe colocar a cada verdad en su sitio, en su alvéolo específico, en su oportunidad. Se confunden, se superponen, resbalan los unos sobre los otros, en oleaje anárquico, los conocimientos: los conocimientos que se expenden –como una mercancía más—en los centros de enseñanza. Falta el trabajo que los jerarquice, la labor paciente que los ordene. Así –se dice—la Fe y la Razón se contradicen. Y no es sino porque se invierten las funciones y se desencajan las atribuciones respectivas. Porque se da color a la cultura antes de dibujarla, porque se quiere sugestionar antes de convencer y enamorar antes de probar. En la embriogénesis del “cuerpo de doctrinas” hay una preterición de los fines respecto a los medios. Se aprehende todo; pero, ¿qué se comprende?, ¿qué se asimila radicalmente hasta convertirlo en sustancia de nuestra sustancia, en sangre de nuestra alma?
En el fondo –y vamos a dar con el tópico, pero no hay otro remedio—sobra enseñanza y falta educación; sobran colores y falta luz; abundan los matices y están en precario las “formas”. Cultura impresionista, sí; descentrada , brillante y errabunda que ama “lo que nunca se verá dos veces”. Cultura que desdeña para sus arquitecturas los pilares eternos, empeñada en borrar las claves de todos sus arcos.
Buena falta hace acomodar la Cultura a su esquema clásico, con lucidez de propósitos, con clara conciencia de sus fines. Con “aprendizaje y heroísmo” por usar de las palabras dorsianas. Aprendizaje paciente –lento, si es preciso—que desdeña la facilona línea de menor resistencia. Con heroísmo para rechazar la tentación impresionista, puramente sensorial, de la hora presente.
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