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Esquivar el calor, en la media de lo posible, es bueno y saludable. Desde el abanico al veraneo en el Cantábrico, pasando por el ventilador, hay una gama de remedios cuyo volumen aumenta sin cesar. Sin embargo, en espíritu, todos los andaluces amamos el calor, aunque haya días, o quincenas de días, en que físicamente no podamos soportarlo. Es curioso, pero nos enorgullecen como un blasón los cuarenta grados a la sombra. ¡Los admiramos, vaya!
Por eso cuando un andaluz veranea en las playas del Norte siente algo así como un complejo de culpabilidad. ¿Deserción? Sabido es que en el Cantábrico o en Finisterre el verano rebaja su graduación hasta el punto de que, estival por las ropas, primaveral por la temperatura, invernal por las nubes y otoñal por la melancolía..., la canícula brinda más que una estación una emulsión.
—Esto no es verano— se dice en los instantes de malhumor. Y con gesto tajante, un tanto ibérico, se añade aquello de «Al pan, pan...»
Y viene la añoranza de Écija. ¿Sadismo? No, no. Nostalgia simplemente.
Porque el calor, aunque nos moleste, es nuestro; forma parte de nuestro patrimonio geográfico y casi de nuestro folklore. Y si hemos provisionalmente huido de los cuarenta grados es con la secreta ilusión —con el consuelo— de que al regreso de las vacaciones nos encontremos todavía, por lo menos con los treinta y cinco. Tenemos la convicción de que el verano del Norte es amabilísimo, pero sumidos en él nos advertimos exiliados. No terminamos de entenderlo. Ni la cerveza helada nos encanta entonces, ni sentimos la voluptuosidad de ponernos frescos al llegar a casa, ni, al fin y al cabo, hay motivos de peso para salir a la calle sin corbata. Y si vamos a bañarnos —mar color de estaño bajo el cielo gris— lo hacemos nada más cumpliendo un penoso deber.
Sí; más de una vez quizás usted o yo hemos dejado Andalucía al llegar el verano. Pero ha sido por razón de estado. Porque la esposa es de La Coruña, o porque se ha presentado una oportunidad para conocer Asturias, o porque el notario de un pueblecito santanderino —muy amigo nuestro— nos viene repitiendo desde hace cinco años la misma amable invitación. Por convencionalismo social, en suma. Y un poquito, además, por curiosidad. Por curiosidad de saber qué es un verano sin calor.
Claro; un verano sin calor, un puro que no tira, una flor inodora, un huevo sin sal, una prosa sin garra, una guapa sin gancho, una corrida sin picadores, un monárquico sin Rey...
Es lo que decía un clérigo:
—En el verano, «de suyo», tiene que hacer calor.
Naturalmente. Es lícito, y hasta saludable, salir de Andalucía en el mes de julio. Pero con la condición de volver antes de que el termómetro inicie su repliegue. Hay permiso para no enterarse de los cuarenta a la sombra, pero ningún andaluz de raza se tolera a sí mismo no enterarse de los treinta y cinco. El undécimo, sudar cuando lo mandan Córdoba y Sevilla.
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