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«Yo no respondo a lo que me preguntan sino a lo que debían haberme preguntado», escribía don Miguel de Unamuno en una explosión de sinceridad. Ojalá, en ciertas ocasiones al menos, tuviésemos todos esta franqueza, ahora que la necesidad del diálogo nos trae tantos monólogos. Porque, ¿no tenemos cada uno y para cada cosa nuestro «rollo» que soltar? ¿No nos hemos hecho de una «opinión» y de una retórica (antigua o moderna) para servirla o... exhibirla? Pues... ¡hala, que es tarde! A hablar. A hablar aunque no se diga nada. A vocear, aunque la semilla que nuestra palabra encierra sea pequeñita. A gritar, porque la inanidad de un criterio puede muy bien suplirse con el «todo volumen» si se gira el botón. Y, por supuesto, a buscar dialogantes que nos reconozcan la razón y, si no la razón, por lo menos el talento. A encontrar preguntantes que nos interroguen lo que sabemos. Y si no lo sabemos, a contestar, ¡vaya!, con la sonrisa; con una sonrisa a elegir; irónica, sarcástica, sardónica, tolerante, reticente, escéptica o despreciativa.
Pues... ¿nos preguntan lo que no queremos? Entonces se coge la pregunta, se le hace así y se le retuerce el cuello...
—Por favor, ¿quiere decirme qué hora es?
—Oiga, oiga, ¿para qué quiere saberlo?
«Diálogos» así abundan a todos los niveles. (Y le preguntó don Fernando de los Ríos a Lenin, durante su visita a Rusia, dónde estaba en Rusia la libertad. Y Lenin respondió algo enfadado: Libertad, ¿para qué?).
También pueden preguntarnos por la mercancía que no tenemos. Ocasión para empaquetar la que tenemos, servirla en celofán y adelante. («¿Preguntas por ajos? Pues toma mis cebollas». Refrán que usted, lector, a lo mejor sabe.)
Pienso que los hombres andan organizando diálogos desde los tiempos fundacionales, es decir, desde Caín y Abel. Aunque los optimistas arguyen que Caín mató a Abel porque no dialogaron nunca, los pesimistas responden: ¡Lo que sucede es que dialogaron demasiado!
Como es tan vieja la sana intención del diálogo; como, de otra parte, parece ser que de tantas conversaciones no se han sacado en limpio sino dos «ponencias», a saber, la de los que mantienen lo de «Si vic pacem para bellum» y la de quienes predican la guerra como expediente de la paz...; como es más fácil en fin, que confrontaciones, conferencias y simposios acaben a tiros —más o menos metafóricos— y no rezando el rosario (a no ser que se trate del «rosario de la aurora»), habrá que ir viendo la manera de plantear todo esto del diálogo de una manera nueva, revolucionaria. Porque si seguimos así, todo va a quedar en contestar a lo que debían haberme preguntado y no a lo que me preguntan. O va a quedar en chiste. En el chiste de los sordos que iban a pescar.
Quizá no es camino pensar que las cosas se solucionan con la transacción. Es una error de óptica. Las transacciones, en un juego de concesiones mutuas, ¿evitan el conflicto, o nada más aplazan el combate? Me parece que en una concurrencia de fuerzas —o de criterios— no se puede ser «a priori» partidario de la resultante. La resultante aparece sola o se indica sola. Y si se busca de antemano, la resultante que sale no es auténtica. Además, hay cosas que no admiten la media aritmética. ¿Puede sacarse la media de la calidad lírica de los poetas del novecientos? (Bueno, como nos descuidemos, pronto aparece por ahí una estadística con la media aritmética de la fe religiosa de los españoles.)
¿Por dónde íbamos?... ¡Ah! No se puede dialogar monologando, atento solamente al propio latido y a la propia letra. No es honesto. Tampoco se puede renunciar a aspectos esenciales del personal pensar y sentir con vistas a una componenda. Lo primero, es intransigencia. Lo segundo, pasteleo. Tanto peor sientan los «pasteles» cuanto más empingorotados y barrocos, y dulzainos se presentan. Seguramente, para dialogar, hay que poner el mismo interés en conceder la parte de razón que asiste o puede asistir al adversario, que en mantener con firmeza cuanto estimamos verdadero de nuestro criterio. Esta ecuanimidad parece fácil, pero es ardua y más que ardua. Buena regla, para empezar de alguna manera, la que daba Chesterton. Decía el escritor inglés que todo confrontamiento de opiniones ha de ir precedido de esta aclaración: eliminar de la opinión todo lo que es ajeno a ella. Después (para evitar malentendidos), que cada uno declare lo que no desea probar ni ofender, antes de ponerse a la tarea de exponer lo que quiere defender.
Y he pasado diez minutos monologando. O media hora. Ya he opinado sobre el diálogo. ¿Somos incurables?
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