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Los recuerdos están amarillos, como las hojas de las primaveras anteriores, caídas en el suelo del bosque. El suelo del bosque se ha mullido de abriles antiguos, de residuos vegetales que perdieron su verdor y su flexibilidad, que se abarquillaron gimientes una tarde de otoño para volver, tristes, a la tierra de que brotaron en suprema, verde, ilusionada aspiración de altura... Los recuerdos están como las hojas muertas, sedimentados, acuñados de tiempo; más en la superficie, los de ayer; más profundos, los otros... Ahondando todavía encontramos a los más viejos: húmedos de tierra oscura, agusanados, túmidos.
¿Qué hace el alma con las hojas caídas, qué hace con los recuerdos viejos? Pasan los acontecimientos por sobre ellos; cada actualidad, holla, indiferente, su memoria... Y todas las lluvias nuevas traen su responso distinto. Y todos los soles, su ironía. Y, día a día, más apisonadas, más íntimas, más pegadas a la subconsciencia, al fondo, las memorias se deshacen en melancolía, se disuelven, se descomponen, se pierden...
Triste, que mueran las cosas; pero, ¿no es más amargo que muera el recuerdo de las cosas? Pasa la flor y queda el perfume; pero, ¿y cuando se desvanece también el perfume? Se lleva la muerte a la madre y encrespamos de negro nuestra vida; pero ¿y cuándo se pasa el luto? Al dolor mismo quita su grandeza el tiempo. Los avatares de la historia son meteóricos y fulmíneos; apenas se les percibe sino por la estela. Pero la estela se borra; la evocación, cada vez más aguada de frivolidad, se disipa absorbida por el egoísmo, en los fondos incoloros.
Y sin embargo, una brisa, un color, una música antigua, un reflejo, un matiz... son de vez en vez el estimulante que despierta el recuerdo viejo, sumido a lo mejor ya en su sueño vegetal, confundido en el «humus» indiscernible del olvido... Entonces la primavera antigua, la hoja enterrada, el suspiro muerto, se solivia en un temblor postumo; entonces las momias de las risas sienten, un instante, sobre la leña de su carne, un aliento de jazmines; entonces, surge el milagro de una rosa por entre las junturas tapadas de los nichos...
Otras veces es el tiempo que cambia. Esta nube blanca y apresurada, ¿no pasó ya otra vez en nuestra infancia? Esta lluvia fina, esta lluvia incauta, rezagada, que ha sido sorprendida «in fraganti» por el sol...; esta lluvia alanceada de esplendores, asomada a la primavera, matada por todas las espadas de la luz... ¿no es también aquella lluvia alocada y lírica que relucía —salmodia agobiante de la tabla de multiplicar en las tardes azulgrisadas— a través de las ventanas de la escuela? Y este frío impensado de la primanoche —la hora del «cine»— que trae, no sé por qué, la memoria de aquel abrigo pardo de la adolescencia... Y esta bocanada de aire húmedo, tan semejante a la de la esquina del primer amor... Y este silbar agudo, largo, del viento, que arroja en el alma, en súbita evocación, jirones de los cuentos de miedo, como si fueran pétalos sueltos, arrebatados a una flor rota... Y esta lluvia ancha sobre el paraguas, con el rumor enfático y prosopopéyico de aquella lluvia de las ocho, en las noches de bachillerato... Y estas mañanas azules, recien lavadas, que tan intenso contento poníen en nuestra santa madre, agrietada de tos, en nuestra madre muerta en el corazón acerbo de una noche sin aurora...
Cuando cambia el tiempo, las hojas amarillas, caídas, del bosque, giran, con ritmos de músicas interiores, el vals eterno de la Nostalgia.
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