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LA FE, COMO DRAMA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 12 de agosto 1973

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1873 es el año del nacimiento de Teresa de Lisieux. Creo que se trata de una santa que debe reivindicar plenamente nuestro tiempo para sí. Disipada «la insípida leyenda de la dócil santità, de sus virtudes edulcoradas maravillosamente propias —escribía Van der Meersch— para suscitar el arte blandengue y la imaginería estilo primera comunión», se impone la consideración de las calidades dramáticas de esta monja del Carmelo que muere a los veinticinco años tras un período de intenso desamparo espiritual en el que los tormentos de sus tentaciones contra la fe sobrepasaron en mucho el nivel de su, en extremo dolorosa, agonía física. Cunden todavía por ahí, desfasadas escuelas de espiritualidad que intentan convencernos de que todas las virtudes cristianas son facilitas, agradables y confortables. Sin embargo, la «autenticidad» que pide nuestro tiempo, sabe que eso no es cierto. Ser cristiano, hoy, es enormemente caro. Más caro que nunca. En 1973 cuesta tanto la fe —y por supuesto el amor— que la gente desiste, o no se atreve. O dice, para mayor comodidad: «He perdido la fe». En Teresa de Lisieux, sumida tras su sonrisa amorosa en la vorágine de todas las oscuridades , ¿no se patentiza el «personalismo» de una opción cristiana contra todo evento, no sólo superior al ambiente, sino a la íntima vaharada de las desolaciones y de los desiertos interiores? «Canto lo que quiero creer, pero sin ningún sentimiento», decía Santa Teresita a sor María de la Trinidad que le elogiaba su poesía «Vivir de amor». Y es que, impregnada hasta el tuétano de la ascética de las «noches» y de las «nadas» de San Juan de la Cruz, solamente el Amor —pero un amor con transfondo místico, más allá de lo sensible— constituía el único soporte de una vida cuya constitución era la renuncia.

Teresa de Lisieux ejemplariza, a mi juicio, la fe que se necesita hoy. Es decir, una fe, sin agarraderas, sin seguridades racionales, sin «garantía científica». Fe que bracea entre el oleaje y que, como la francesita de Lisieux, pueda decir: «Busco la Verdad y el conocimiento de la Verdad sobre sí misma me ha dado la humildad». Porque, ¿acaso puede hallarse algo genuj. ñámente grande si no buscamos por encima de nosotros, desprendiéndonos de nosotros? A pesar de todos sus alardes agóní. eos y existenciales los humanismos con que ahora se adornan los escaparates de la cultura se mueven entre coordenadas racionales. Está claro: existe una contradicción. De un lado se preconizan irracionalismos y de otro se desdeña cualquier instrumento o medio, ajeno al propio raciocinio, que pueda ayudarnos. Entonces, desechada toda transcendencia, relegado Dios, ¿qué hacer? Volver al individual criterio, a la opinión sostenida de lógicas. Pero con sólo razones no puede mantenerse cinco minutos en pie ningún genuino amor. Y, por supuesto, ninguna fe.

Amor de Teresa de Lisieux. Se cifra en una «salida». Hay que salir al encuentro de la luz que coincide con el fuego: de la fe que es una misma cosa con el amor. Salida de Juan de la Cruz en la «Noche oscura», fuga del alma: «Sali sin ser notada». (Salida de Don Quijote, también en la oscuridad, que parangona Vicente Gaos con la del doctor Extático.) Dice la Santa de Lisieux: «Hay momentos en que uno se encuentra tan mal dentro de sí, en su interior, que debe apresurarse a salir... y no veo otro medio para salir de sí misma que el de ir a visitar a Jesús y a María, corriendo a las obras de caridad».

La fe es una gracia. Pero una gracia que hay que pedir, es decir, un don que demanda el expediente de un voluntarismo. Pascal pensaba que hincándose de rodillas ya está ganada la mitad de la fe. La fe, redunda —si es cierta— en obras. Pero con obras nada más, y sin entrega, la fe no accede al espíritu. Teresa de Lisieux no daría la razón a las «técnicas» de cierta religiosidad en boga, más atentas a la acción o, mejor, nada más atentas a la acción. Teresa de Lisieux escribía: «No quiero amasar méritos. Quiero trabajar únicamente para vuestro amor. No hay nada más que un medio para forzar a Dios a no juzgarnos en absoluto y es presentarse ante El con las manos vacías».
¿Será, pues, que de nada sirven las obras y sólo la fe cuenta? No, porque ella misma ve que hay que salir para amar. Y, ¿qué es el amor sino limpia, y densa y constante acción? Pero una cosa es amar y otra amasar méritos. Así resultará el pan sin levadura. La levadura es la esperanza teologal, por encima de la 'eVjjre aleación de los merecimientos. Y es la Esperanza lo que Cnás falta a Teresa del Niño Jesús, aún en medio de sus espantosas oscuridades en la fe. No le falta porque se siente en (infancia espiritual», dependiente del Señor, en absoluta entredespués de su «matrimonio espiritual» con Cristo, fiel trasunto del «Cántico» sanjuanista: «Quédeme y olvídeme». Nunca dudó en su salvación porque —decía— «los niños pequeños no se condenan».

Debe insistirse en esto; ser cristiano se ha puesto carísimo, jíay otro cristianismo repintado y de bisutería, pero ese ya no sirve. Para seguir adelante con la fe hay que ahondarla del todo y no «revisarla» como quieren algunos, poniendo esto y quitando aquello. Para vivir la fe hay que levantarse sobre sus oscuridades en un querer cantar como Teresa, quien como réplica a las dudas que sentía escribió el Credo con su propia sangre en su libro de Evangelios. Lo de ser cristiano exige una opción personal y dramática. Pero sólo a riesgo de un dramatismo las ideas y las creencias adquieren su dimensión de verdadera grandeza.

«Estoy en un agujero negro, pero estoy en la paz». Idea peregrina de Teresa de Lisieux. Pero la frase lo aclara todo. A la gente que va por ahí medio presumiendo de que ha perdido la fe, le sucede lo contrario. Están en la confusión, porque pretenden que los agujeros se tornen luminosos. Después de veinte siglos de la cariñosa admonición de Jesús a Tomás, todavía exigimos ver para creer. La luz, aún en el cosmos sideral, es rara excepción. La fe religiosa es, indefectiblemente, noche: pura velada en espera del alba. Pero no hay alba si antes la noche no ha alcanzado su punto máximo de oscuridad. «¿Es esto ya del todo la agonía?», preguntaba Teresa del Niño Jesús momentos antes de su muerte. «Mi agonía es pura, sin mezcla de consuelo... No voy a saber morir», añadió.

Tan supo morir que cuando ya la creían cadáver, cuenta una testigo del óbito en el proceso de canonización, abrió los «ojos llenos de vida y de llamas donde se pintaba una felicidad que sobrepasaba todas sus esperanzas».