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Muchas veces el malhumor o la tristeza —también la «mala uva»— nos vienen a causa de no haber alcanzado logros que, de una parte, no son posibles y de otra no son precisos. Si nada más nos ilusiona lo posible, lo que está a mano conseguir con poca dificultad, somos felices. Pero sucede que aspiramos a los gozos demasiado altos, o demasiado caros, o complejos en exceso, o raros por su contextura. También nos desazona, nos quita la tranquilidad e incluso el sueño lo que nos es preciso. Abundan quienes prefieren prescindir de un buen almuerzo —diríamos— en aras de un excelente aperitivo. En amor, ya se sabe, enciende el detalle y engatusa el capricho. Y lo peor que para algunos tiene el trabajo de la propia profesión es que necesitamos de él para vivir. Es una pena, pero nos cansamos mucho más efectuando un trabajo remunerado que cuando dedicamos íntegramente la atención o el músculo a una ocupación o un ejercicio que voluntariamente, sin prescripción de ninguna clase, nos imponemos. Un médico me decía que relajarse no es tenderse en una cama y quedarse inmóvil sino cambiar suavemente la «postura» de la mente, pero casi sin que se entere o se lo proponga imperativamente la mente. Nunca se duerme peor, como cuando dándose uno cuenta de que es preciso dormir, el sueño no acude. Si la siesta sienta tan bien a muchos es porque se trata de un descanso supernumerario. Igual con el trabajo: tanto mejor nos cae cuanto es más a destiempo, menos urgente y menos dinero da. Entiendo que la gimnasia, la andadura rápida o la confrontación formal con el adversario, por constituir la profesión del deportista, cansen enormemente —por la repetición que implican— al futbolista, al ciclista o al atleta. Más debe cansarse realmente el oficinista cuando juega al fútbol, después del coñac y del puro en la fiesta del patrón —«viejos» contra «jóvenes»—, pero ¡qué distendidos salen sus nervios del encuentro, qué relajado el ánimo! El cansancio más atroz del oficinista es el del sillón. Yo, de profesión sedentaria, ando y ando todos los días por el campo: quizás diez kilómetros muchas mañanas. Termino tan ágil. Si lo hiciese por obligación, por estar lejos mi puesto de trabajo y por no tener vehículo, ¡adonde llegarían mis protestas!
La solución de muchos conflictos estaría en quitar urgencia a lo urgente, en estimar que necesitamos de algunas cosas; pero que, no impacientándonos su necesidad, podemos convertir en agradable el trabajo que nos proporciona el conseguirlas. Los enamorados lo pasan a veces tan mal porque cuelgan toda la carga de cada uno de los instantes. Quieren ser eternamente felices en cada segundo. No saben distribuir la pasión en el tiempo ni el tiempo en la pasión. Aspiran a un placer no de hombres sino de dioses. ¿Saben que eso no es posible y que eso no es preciso? La desesperación de los románticos a ultranza es que querían dictar al tiempo un «adagio» y un «presto» a su capricho. Con aurigas así, el tiempo indefectiblemente descarrila. En un momento el romántico hierve porque lo sabe o cree saberlo todo. En un momento el romántico se engaña y al momento siguiente se desengaña. El corazón vuelca porque no es para esos trotes.
Dichosa serenidad. Es lo que todo el mundo necesita para calmar sus caballos. Porque ímpetu para desear, para cabalgar, lo tiene todo el mundo, aunque por fuera resulte apacible. La «cara de tranquilo» es un disfraz. «Da gusto mirarle, tiene usted un semblante que infunde paz», suele decírsele al hombre tranquilo. «Dígamelo usted a mí», responde para sus adentros el hombre de paz. Y dibuja la flor de una sonrisa. ¿Sonríe porque no sabe hacer otra cosa? Hay quien adopta gestos iracundos y pronuncia palabrotas y prorrumpe en puñetazos porque eso constituye para él un hábito y la cólera le brota como el agua. Pero no le cuesta trabajo ni en el fondo tiene peor humor que el hombre tranquilo. Quizá lo tiene mejor, porque se desahoga a intervalos antes del peligro de ahogarse... Puede que el hombre de semblante pacífico sea más bien —aunque hay excepciones, claro—, un ahogado acostumbrado...
Dichosa serenidad. Con todos estos vaivenes, uno no sabe si estar tranquilo es signo de vida o signo antecedente de la muerte. De una parte, es cierto que «no hay nada como la paz». Pero es la lucha, la guerra, el desprecio de lo fácil en persecución de lo difícil o lo imposible, el modo de dar más tamaño al hombre y más tensión a su espíritu. Cristo dijo: «La paz os traigo, la paz os doy». También habló así: «Fuego vine a poner en la Tierra y ¡qué quiero sino que arda!». En un mismo pasaje del Evangelio invita a un apóstol a enfundar su espada y a otro apóstol le conmina para que se provea de espada. No es contradicción. La contradicción es el hombre —luz y tiniebla— que no puede alcanzar la paz sin combate, ni puede hacer de la paz un trofeo sino una escala.
Dichosa serenidad. Todos nos la estamos recetando a todos en cada minuto que pasa. No es enteramente posible. No es enteramente precisa. Por eso tanto nos ilusiona, tanto la deseamos. Por eso su valor es tan grande. ¿Depende de nosotros? Sí y no. En cualquier caso, depende de que sepamos cuándo hay que enfundar la espada y cuándo hay que adquirir una espada mejor.
Dichosa serenidad. En el fondo no es sino que queremos el descanso. Pero ¿lo merecemos? Unos quieren descansar al final. Otros desean hacerlo ya mismo. Cineas el filósofo le decía a Pirro: ¿Qué haremos después de tomar Roma? Tomar Italia, responde el rey. ¿Y después de tomar Italia? Conquistar Sicilia. Y, ¿luego de conquistar Sicilia? Apoderarnos de África. Y ¿después? Descansar.... Bueno —concluye Cineas— ¿ y qué nos impide ponernos a descansar desde ahora?
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