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(«Inquieto, Señor, hasta que descanse en ti». San Agustín)
Decía Oscar Wilde que «los cigarrillos poseen cuando menos la magia de dejarnos insatisfechos». Muchos se ayudan o se han ayudado alguna vez con el tabaco. Pero, ¿a qué ayuda el fumeteo? ¿Es cirineo el cigarro de la paciencia o de la impaciencia? La vida es tan extraña que, a veces, la paciencia —aunque sea la propia— desespera, mientras que, en ocasiones, la impaciencia tonifica los nervios. No hay reglas generales. Cuando yo fumaba creía todas las mentiras que se escribían a favor del tabaco. Ahora que no fumo, creo en todo lo que se dice en contra. Pero de todas formas, lo que escribe Wilde es cierto en un punto. La vida es precaria y difícil: se apoyan nuestras alegrías y nuestras penas en cualquier cosa. Todo tinglado de gozo o de pena se monta fácilmente y con tanta premura como luego se desmonta. Hay, pues, en todo hombre, motivos para la insatisfacción. Entonces, los cigarrillos «acompañan» con rúbricas de humo que se ciernen sobre la postura, el gesto y la mímica del fumador, las frágiles arquitecturas de la ilusión y los tristes derribos del desengaño. Y de una u otra forma, contento, lo que se dice satisfecho, no está nadie. Y el cigarrillo oficia de batuta, en los «presto», en los «crescendo», en los «allegro», en los «adaggio» de la sinfonía inacabada del vivir. Yo ya no fumo. Toso menos, digiero mejor, duermo más tranquilo. Lo voy diciendo a todos por ahí. Cualquier ex fumador habla y no para, encomiando la satisfacción del no fumar. Pero se trata de una satisfacción que se ciñe exclusivamente al simple hecho de haber dejado el tabaco. Y como las otras insatisfacciones continúan ahí, como las demás desazones siguen su erosión y su oficio, se produce como una especie de descompensación psicológica. Cierto, que el hábito de no fumar desde hace tres años y pico me ha vuelto más tranquilo. Pero falta por saber si hay derecho a esta tranquilidad y sedancia más bien fisiológica, cuando mientras, por dentro, más allá de los bronquios y del corazón —es decir, en el espíritu— no cesa el tosiqueo de esa urgente e inalienable zozobra a la que llamamos vida. Fumando o no, la existencia terrena es radical insatisfacción: es un deseo insaciable. El ansia del tabaco es como el báculo del ansia grande e inevitable. Pero ¡qué más da! La cojera es un hecho con bastón o sin él. (Así es que, ¿no se debe fumar? Claro, claro: es mejor, mucho mejor, no fumar, ¡no fume! Pero luego, luego, será igual.)
Constitucionalmente insatisfechos nos derramamos en nostalgias, en temores, en recuerdos, en ilusiones. Siempre un ¡ay! para el ayer (¿«ayer» viene de «ay»?). Y un «ah» para el mañana. El caso es que el presente, sin apoyatura, carece de entidad. Y cuando comienza a ser de verdad, ¿no es porque se ha ido? Esto da pena y cuando menos se piensa el fumador enciende su cigarrillo. No le sirve. Tampoco le sirve al no fumador no encenderlo. Radicalmente insatisfecho, el alma siente su coraje sin arrimo. «¡Oh, gran violeta derramada!», suspira Pablo Neruda. Porque nos trae el poeta su pensamiento: «¿Dónde está el amor muerto? El amor, el amor, ¿dónde va a morir?»
Ideas. Ideas —quizá— como otros tantos cigarrillos para ayudar nuestra insatisfacción. Para estimularla con el pretexto de, momentáneamente, calmarla. Ideas con cafeína e ideas con aspirina. Y el ansia sigue adentro. El ansia multiforme que una vez brama, y otra trina, y otra grazna y otra aúlla. El ansia —la inquietud— que quiere conocer y no se conoce a sí misma. El ansia, como el fumador, constantemente coronada de humo.
Y estas ideas que enciendes para convertirlas en sentimientos, como enciendes el tabaco para hacer fuego y humo, ¿sirven de verdad? Renato Mendonça, el poeta brasileño, dice: «Mis ideas abstractas, de tanto tocarlas se han vuelto concretas».
Es otra desilusión, otra... insatisfacción. Volaban inaprensibles, ligeras, las castas ideas, hendiendo el azul. Pero el frío análisis las abate. Y caen concretas, para el manoseo y el manejo, desde el puro cielo de la filosofía al triste suelo de la especulación, asaetadas para la utilización voraz e inmediata.
¿Otro cigarrillo y, ahora, para mitigar el desengaño? ¡Bah! Que cada cual se impaciente con su paciencia o que apaciente su impaciencia. Que tome su aspirina o que ingiera su cafeína. Renato Mendonça, que empezó en la filosofía del absurdo, consiste en que, ya en la costa del continente cristiano, reposta y toma cargamento en Tomás de Kempis. Mendonça se ilumina de Esperanza: «¿Cuándo nos aproximaremos en fervor a nuestra esencia?» Quizá todas las ideas-cigarrillo que ingerimos a diario —que parecen estímulos y luego son humo— nos desazonan después de aquietarnos o nos aquietan después de desazonarnos, precisamente porque no nos aproximan «en fervor a nuestra esencia». El pecado de nuestro siglo es que quiere escamotear las verdades esenciales, entre las flores o... entre el barro. Pero las esencias existen. «Un día abandonaremos la pasta inútil y decorativa de nuestro ser», insiste Mendonça que parece como si tradujera en algunos de sus versos a los pasajes del autor de la «Imitación». «¿Cómo podré sufrirme en esta miserable vida si no me confortase tu gracias y tu misericordia?» Pero este dramatismo, iluminado de Esperanza, de Tomás de Kempis, no es una solución exclusivamente medieval. Jaspers ya ahora, en nuestra actualidad, piensa con horror en «la masa de los que no piensan, preparando de manera inconsciente la victoria del coloso del nihilismo». Ahora bien; el triunfo del «coloso del nihilismo» sería la pura disolución. El contrapunto está en Tomás de Kempis o en Juan de la Cruz que, aún cuando predican una «nada» o una «ausencia», es pensando en un «absoluto» y en una «plenitud». Nada más así cabe una respuesta a la pregunta melancólica de Neruda: «¿Dónde está el amor muerto? El amor, ¿dónde va a morir?»
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