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URGENTE O IMPORTANTE?

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 29 de agosto 1976

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Empieza lo importante cuando lo urgente termina. Arnold Hauser recuerda que todo lo que hacía el hombre prehistórico es perentorio: atendía los cuidados inmediatos de la vida sin tregua, porque nada admitía espera. La Historia principia cuando la Humanidad, pasada su infancia, comienza a tener conciencia del espíritu. No hay constante agobio de quehaceres inminentes, los instrumentos han acortado el trabajo de la lucha por la existencia y queda tiempo libre para pensar, para las preguntas, para escrutar relaciones, para la investigación. Entonces, vivir, además de un hecho y de una acción, es un proyecto. Las ocupaciones dejan sitio a las preocupaciones. De pronto las aves, tras el largo vuelo, se posan y congregan en el árbol; surge el trino. Así, cansado el hombre de sus urgencias paleolíticas, hecho el prólogo, vienen los capítulos, es decir, los cantos en la rama, las civilizaciones, los conciertos. Es la Historia; estrategia, ciencia, filosofía, arte, política, van cuajando lentamente su intimidad y diseñando sus perfiles.

Pero sabido es que cuando comienza el arte no sabe el artista que es artista, ni sabe el filósofo que es filósofo cuando empieza la filosofía. Ni siquiera al producirse el gran coágulo cultural que es Grecia, saben de verdad los griegos que son los griegos. Quizá en el plano personal sucede lo mismo en cualquier tiempo. Los respectivos papeles de Shakespeare, de Newton, de San Francisco, de Descartes, de Goethe, en la Historia, en la historia de la cultura, ¿quiénes los entienden mejor, ellos o nosotros? Es seguro que la vida de estos hombres estaba, en sus tres cuartas partes por lo menos, acuciada de urgencias insoslayables, poco interesantes. También en cada uno de esos personajes, como en nosotros, lo urgente tapaba lo importante. Y así morirían sin atisbar el colosal calibre de esa cuarta parte, constituyente de sus actividades egregias, que pasó a formar parte de la Historia. Las exigencias del cada día de Leonardo o de Mozart perecieron y nos quedó el juego de sus espíritus. Ideas, poemas, plegarias, cuadros, sonatas, descubrimientos científicos: he aquí los precipitados que de verdad interesan .

El peligro que se le ve a la grandiosa —¿grandiosa o hipopotámica?— civilización a que hemos llegado es que se trata de un colosal acopio, pero urgente, más montón que arquitectura. ¿Es muy importante el conjunto de lo que sabemos? ¡Si fuera un conjunto...! Pero es un «disjunto». Nos decidimos a conocer, más que a saber, infinitas cosas. Y no por deporte, por lujo del entendimiento, por placer y descanso, sino por acuciamientos atropellados. Nos parecemos al hombre primitivo en que vivimos aguijoneados por quehaceres que no admiten dilación. Ahora bien, en el Paleolítico tales quehaceres, que no dejaban tiempo para nada, eran la caza, la pesca y la contienda, mientras que hoy, en grandes sectores, lo sin demora es... el estudio. En la Prehistoria, el auténtico deporte sería la pintura rupestre —¿un «hobby»?— y hoy, más bien, lo es el «fin de semana» dedicado a la caza mayor o menor, al ejercicio físico e incluso a la guerra cada sábado en Irlanda. Se han cambiado, pues, los términos. La importancia desmesurada que se concede, por ejemplo, al fútbol, ¿no es por descansar de la cotidiana urgencia que otorgamos —cada uno según su medio y grado— a los aminoácidos, a los fonemas, a los genes, a la angustia existencial, a la coyuntura económica, a Einstein, a Eisenstein, al número concreto, a la abstracta pincelada, a Bretch, al marxismo, al «marketing» y a la electrónica? Todas las ciencias, artes y sabidurías, productos del ocio otrora, constituyen la sustancia del momento actual. Pero entiendo que así ni la ciencia es ciencia, ni es arte el arte, ni la filosofía es tal. Desde el punto en que adquieren urgencia —«es preciso que apruebes la física»— pierden gracia. Si se impone saberlo todo —y a ello conducen los programas cargados en los distintos estamentos de la Enseñanza—, todo comienza a perder categoría para el espíritu. Transposición en la ecuación vital al transferir, de alguna manera, al gol esa especie de belleza que antes atribuíamos a la contemplación de un Velázquez o de un Rembrandt: «Lo importante es el partido del domingo y déjame de museos.» Porque intelecto y sensibilidad, habitualmente, se fuerzan en función profesional en lugar de compensar con la afición la obligación. Es urgente la suma de conocimientos para vivir, para triunfar, para ganarse la vida. Estudiar «para ser hombre del mañana», esta es la consigna en las escuelas. Con tal estímulo —muy prudente— echamos abajo la genuina armazón desinteresada del gozo, del placer racional que entusiasmaba a Spinoza, de la descansada paz previa que demanda el bien. Hasta la Religión —que es lo más importante y lo menos urgente, ya que de ella depende nuestro destino, pero toda la vida es su espacio y todo el mundo es su tiempo—, hasta la Religión, al funcionalizarse y hacerse objeto para el análisis y no ocasión para la síntesis, se convierte a veces en materia que algunos quieren despachar con urgencia en lugar de contemplar con parsimonia.
Platón pondera la divagación diciendo que mediante ella el hombre es dueño y no servidor de su «discurso». Por ahí atinamos la causa del desplome del hipopótamo. El mundo está lleno de máquinas, técnicas, estatuas, reglas, investigaciones, catedráticos, libros, apremios ideológicos, conminaciones ilustres. Se acumulan verdades y errores —los errores son verdades echadas a perder— en la misma lonja. Es oceánica la cultura, pero sin dueño. No somos los amos, sino los servidores de nuestro «discurso». Nos perdemos al no saber ordenar los caminos. Cierto que hemos hecho del orden, de la clasificación, de la especialización, las musas del entendimiento; pero peor que peor, ya que se trata de un orden sin dirección ni sentido. Cada vez más cercanía en la comprensión de las cosas, una a una. Lo pagamos con una ausencia de perspectiva para la inteligencia total del Universo y de Dios. Nuestro caudal cultural es inmenso como el del multimillonario que tuviese todo su dinero en monedas de peseta. Seria un dinero contante y sonante a más no poder, pero sin cambio factible; no sería hábil para cualquier operación o compra importante. En efecto, nuestra civilización hipopotámica, que no prescinde de ningún detalle, ha perdido la cosmovisión. Ha perdido la cartera y lleva —quisiera llevar— todos los peniques, contados y recontados, en los bolsillos.

Volvamos a una cultura más racional, menos mastodóntica, menos urgente, más importante. ¿No sería mejor estudiar menos y saber más? Cuando el pragmatismo mitigue sus emplazamientos, las verdades castas mostrarán su limpia belleza. No andemos a la caza y pesca pertinaz de un nervioso saber utilitario. Sería la imagen invertida de la Prehistoria. Sigamos haciendo, lenta y pausada —deportivamente—, historia.