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SONLLORAR

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 28 de agosto 1974

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Gerardo Diego escribe «sonllorar». Palabra de poeta. Como tal, necesaria. Necesaria, porque quien desdeña la ostentosa risa dispone de la sonrisa; pero quien siente tamizado el dolor, o experimenta una tristeza para la que el lloro resulta excesivo, ¿qué hará? Sonllorar. No todo suceso amable es idóneo para la carcajada y, paralelamente, no todas las penas encuentran su correspondencia en las lágrimas. Las lágrimas implican no sé qué barroquismo de ánimo. Por eso lloran más bien las mujeres.

Pero quizás sonreír y sonllorar son limítrofes. Cuando una emoción se ahila, cuando pierde su entramado de urgencia, nos invade una dulcedumbre que no es exactamente dulzura a punto de caramelo. No; del punto de caramelo al empacho hay un paso. El hartazgo parece también barroquismo, pero del malo. En cambio, el trecho que separa la dulcedumbre de la melancolía está flanqueado de álamos trementes. Y los álamos hacen sonllorar al viento.

Aunque, ¿quién cuida hoy de sus sentimientos? La gente —todos, más o menos, somos gente— oscila entre el placer y el trabajo. Por eso, solemos ser violentos. El placer está compuesto, a base de colores planos, sin perspectiva; y el trabajo, concebido como simple expediente para la felicidad que nunca termina de alumbrar, que nada más relampaguea, se vuelve refractario, opaco. Un mundo que ya no sabe matizar: ¡Risas y lágrimas! Es poco para el hombre; es poco para una Cultura.

Si lográsemos que las sensaciones perdieran su carácter agresivo hasta el punto de que, en vez de seducirnos, nada más nos enamoraran, suavemente nos enamoraran, los estados intermedios del ánimo filtrarían belleza al espíritu preso. Porque, ¿no es cierto que el espíritu ahora se enclaustra lejos del aire y del sol? Creo que el arte actual se arista y se endurece en su retiro; no es flexible; se encabrita y llora. Está huraño. Algo de eso le pasa también a las verdades. Perdieron agilidad por falta de ejercicio. ¿Y la poesía? Teme mostrarse tal cual es, con su genuino rostro. Desde un tiempo acá, los poetas se excusan, se justifican ante la sociedad. Como algunos sacerdotes. Profesar una espiritualidad, sea cual fuere, sonroja. ¿Por qué?

Hace unos cuantos lustros —pocos— había sensiblería, es decir, sensibilidad degradada, desviada. ¿Caminamos ya, en desmesurada reacción, hacia un insensibilismo? La risa y el llanto, la carcajada y las lágrimas, siguen; pero se sonríe mucho menos y apenas se sonllora. Falta anchura para los meandros del agua —¡nuestras vidas son los ríos...—, para los regates del alma. Como las corrientes son torrentes, todo se hace perpendicular, inexorable. Y hasta cuando dedicamos un tiempo a la vacación o al turismo, la prisa sigue mordiéndonos los talones. Se quiere, entonces, ver Toledo o Salamanca en media hora. ¿Puede darse disparate mayor? Se engullen sensaciones sin pausa, como se mastican a toda mandíbula «sandwichs» en la barra. No es posible. La sensibilidad requiere espacio holgado. Si no hay calendario estricto para la primavera, ya que las rosas no florecen planificadas y presupuestas por la «agenda», ¿cómo va a dar sus fragancias el sentimiento en urgencias contra reloj?

Tiene la vida su paisaje, sus lontananzas. Las cosas, más allá de su funcionalismo, ocultan un alma. Los hombres, además de voluntad y deseo, son memoria y nostalgia. Necesitamos sonreír, sonllorar. No nos basta el placer y el trabajo. No son suficientes el chiste burdo y la hosca tragedia, la bacanal y el dramático accidente. Entre el destornillarse de risa y el nihilismo trágico —entre el caricato y Samuel Becket— cabe un medio...

La Civilización trajina en sus telares, pero es la Cultura quien proporciona el hilo. ¡ Ay, si el hilo definitivamente se embastece!