|
En nuestro tiempo —hora confusa— la «novedad» del Cristianismo es ésta: Ofrece una concepción del mundo y, frente a cualquier desilusión, enarbola su Esperanza. No se arguya que su programa no es sugestivo o que está pasado de moda. Donde haya un hombre que dude, una criatura movida por los vientos adversos; donde exista un ser angustiado ante la real o aparente falta de lógica de las cosas; donde la insidia siembre tempestades, donde la pasión establezca su lucha y la razón titile como una estrella perdida..., allí está el Cristianismo con su inmenso programa de Misterio, con su ardor de fuego en la noche, ofreciendo su clave y su bálsamo. Diríase que el hombre actual está perdido en el bosque gigantesco de la Civilización. Porque, realmente, no vale aquí la imagen del desierto... No, no estamos en el desierto sino, al contrario, rodeados de una exuberancia de verdades, de ideas, de emociones y de anhelos. Vivimos en una plenitud tropical, viciosa de abundancias, con la liana de mil sensaciones inmediatas, de mil solicitaciones diversas, enrollada al tronco secular del espíritu. Y sucede eso; los árboles nos tapan la visión, nos impiden ver el bosque. Conocemos cada vez más cosas y poseemos secretos de la ciencia que antes no poseíamos; nuestro contacto con el mundo es directo e irrenunciable: nos bañamos, literalmente, en la linfa acuosa de esa Civilización nutricia que, en ocasiones, nos embriaga y otras nos hastía, pero que forma parte ya de nosotros mismos. Es decir, el «medio» en que alentamos lo tenemos tan incorporado que hace en nosotros las veces de una segunda naturaleza. Y es aquí donde surge la angustia. ¿Se trata de un «medio» que coadyuva a nuestra floración íntima? O, ¿es un «medio» que nos aisla? Cualquier hombre sabe que su existencia tiene una hondura metafísica y que hay pozos de misterio en sus oquedades profundas. ¿Está la Civilización cegando estos pozos, por inútiles? ¿Está establecido alrededor de ellos una especie de cordón sanitario? Su maravilloso «stand» de conocimientos y placeres, ¿tiende a apartarnos de los afanes de trascendencia que, como bocas hambrientas, claman en las simas de nuestro ser? La Civilización nos está dando vida, nos está aumentando vida, pero, al aislar nuestros núcleos de genuinidad religiosa, ¿no nos está, quizas, escamoteando las fuentes mientras nos distribuye el agua? ¿No nos quita el venero original al par que establece su espléndido enlace de cañerías, su portentosa «política hidráulica»?
Esta es la cuestión que afecta directamente al hombre moderno. Y este es el problema que, de una manera o de otra, de forma manifiesta o de forma velada, atormenta hoy a quien, siquiera sea un momento, se ponga a meditar en el alféizar —ventana abierta a las estrellas— del pensamiento. Por mucha que sea la frivolidad en que la vida de cada uno se desenvuelva, no deja de llegar este instante de enfrentamiento consigo mismo: esta demanda que a nuestra vida hacemos de nuestra vida, esta explicación que solicitamos, que tenemos derecho a solicitar, del mundo que tenemos delante. Y es entonces cuando, si no se dispone del hilo de Ariadna de la fe, se experimenta la sensación de despiste, de extravío; es entonces cuando nos advertimos como niños perdidos... Entonces, en fin, cuando suspiramos por el hallazgo de una vereda —una mínima y triste vereda— que nos aliente en la búsqueda del norte incógnito. ¡Ay! Esta Civilización es formidable, ¿por qué negarlo? Ha establecido una red densa, espesísima, de carreteras para ir a cualquier parte de la geografía y para llegar, sin cansancio, a cualquier latitud del conocimiento. La técnica es, ante todo, un prodigio de circulación viaria. Ella nos alcanza la intimidad del átomo y nos acerca la remota inmensidad de los soles, en etapas de viaje calculado, casi en una especie de turismo científico. Pero, ¿tenemos, igualmente, accesos acondicionados, pistas en forma, sistema de comunicaciones adecuado hacia Dios? He ahí una pregunta intrigante. Alguien la desechará por pregunta «beata», impropia del triunfalismo vitalista del momento. Pero cualquier persona que se ponga a mirarse por dentro y sienta borbollar en su soledad el agua silenciosa, tiene que apropiársela. Apropiársela para contemplarla, rodearla y examinarla en sus ratos vacíos; a hurtadillas, si es preciso, del ruido ambiente; del «medio» aturdidor.
El Cristianismo —¡cómo va a resultar extraño al hombre moderno!— ofrece un tratamiento y una diagnosis a estas preguntas, brinda un plan de ataque ante el inquietante problema. Estudiar tal oferta —estudiarla al menos— se hace necesario no ya para el hombre de fe, sino, simplemente, para el hombre de «buena fe».
|