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De tejas abajo la vida se coagula intensa de sucesos opacos y trascendentes. Debajo de cada tejado podemos encontrar esto: un hombre que se repliega a sus posiciones íntimas y que, centrado en su peculiar talante, deja a su humor —bueno o malo— el señorío de sus actos.
La calle, naturalmente, es muy distinta. Por la calle fluye la actualidad. Pero una actualidad socializada, un tanto igualitaria, en la que los «señores particulares» dejan un poco de serlo al acomodar su paso, su gesto, su indumentaria y sus palabras a una pauta tácitamente establecida. En circunstancias normales, lo que llama la atención en la vía pública, y casi constituye materia noticiable por lo insólito, es que un hombre grite o que otro llore..., que éste irrumpa en amenazas o que aquél, indiferente al ambiente que le rodea, esconda su frentre entre las manos a solas con su pensamiento. Pero estas cosas que se hacen raras «en público», ante la gente, constituyen precisamente, de puertas adentro, en los interiores celados de penumbras, la autenticidad inevitable. Debajo de un tejado, en el represado espacio de una habitación, un hombre sin peinar, de astroso atuendo, farfulla insolencias ante una mujer temerosa y triste; otro hombre se encierra dentro de su zozobra y apenas asoma un destello de angustiada esperanza por el... respiradero de sus ojos. Debajo de los tejados están los jóvenes que escriben su verso y los jóvenes que promulgan su pecado, ¡los siete vicios y las siete virtudes en traje de casa!, esto es, en actitud libre y desahogada, al margen de toda sanción. Es ahí donde se incuba el negocio sucio de don Senén, la reconciliación matrimonial de don Gervasio, el adulterio de don Abdón y la generosa renuncia de don Lino. Si la fauna humana es multiforme y varia, la calle no se entera. Porque en la calle —insistimos—, en la terraza del bar, en el parque, en el stadium, todos los hombres, aproximadamente, usan el mismo repertorio de palabras, visten igual, piensan semejantemente. El clima de la individualidad no es la calle; lo es, acaso, de la personalidad, de la máscara; los resortes íntimos se disimulan, se atemperan o se encubren cuando descendemos el último peldaño domiciliar y nos encaramos con el asfalto. Y basta, entonces, que don Venancio alce la voz en la acera para que los transeúntes se detengan; basta que don Rafael haya dejado en casa su corbata para que la sorpresa de sus amigos inicie un gesto de pequeño asombro. Basta la más ligera desarmonía para que el grumo del escándalo se produzca.
La calle es neutralismo —tangencia de voluntades, de actitudes y gestos— para la convivencia. Pero la casa es fortín. Lo normal es sacar a la calle el sombrero y dejarse en casa, para recogerlo a la vuelta, el propio pensamiento. Salimos, recién ajustada al alma la cortesía, la «corteza». Cuando regresamos, nos hacemos cargo de nuestra hondura, de nuestra sinceridad. De nuestra sinceridad, ese volumen. Macizo volumen de complejidades que no es correcto llevar consigo, que es penoso llevar consigo. Porque los formularios de la relación social pertenecen, por así decirlo, a la «geometría plana». Y nuestra complejidad, nuestra dimensión de hondura es para nosotros; para que cada uno con su pan se la coma. Nuestra pureza, nuestra pereza, nuestra fe, nuestro desaliento, nuestra lucha: manjares para ser degustados en soledad debajo del tejado propio. Ni el afán que a la calle nos impulsa —el trabajo, el negocio, el empeño— pasa de ser externidad de la óptima o pésima desazón particularísima. El pensador, el soñador, el pecador, el santo... hilan su ilusión, su tragedia, su oración o su duda... bajo techo. ¿«Afuera» está el mundo? Pero el mundo es impersonal, el mundo —impalpable polvo de ideas, normas, costumbres, vigencias— es el dios que nosotros hemos trascendido, el mundo no es nada. «Dentro», oculta bajo el tejado, la vida se torna auténtica y Dios es testigo: no son testigos los dioses.
Hoy, desde la torre, se ha desplegado ante mi vista una perspectiva interminable, un horizonte de tejados. Ascendía de la ciudad, como humo sonoro, un rumor soñoliento, perezoso. Se desleía sobre el caserío el vaho de la ciudad. Los tejados son viejos, centenarios; reverdece en ellos un musgo melancólico, yace en ellos una humilde nostalgia sin nombre; en su abandono se pudren yo no sé qué recuerdos. Pero es como si el tiempo muerto sobre los tejados exhalara una fragancia. Lluvias antiguas les han dado color de historia. Color indeciso, tartamudeante, tristón. Desde aquí se divisa, asomado a una ventana que casi roza el alero, un busto de mujer. Se oye el llanto de un niño, una carcajada, un grito, un pregón. Los tejados de mi pueblo tienen una pesadumbre; los tejados de mi pueblo sueñan su poema húmedo de silencios... A su amparo, ocho, quince, veinte generaciones han amado, han sufrido, han gritado, han pecado, han muerto. Sobre los tejados las torres elevan su ansia, yo no sé que ansia. Debe ser que asumen una oración...
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