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CRISTO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. Abril de 1976

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«Por manera que, si uno esté en
Cristo, es una nueva creación».
(Corintios 5-17).

Pero no estamos en Cristo. Es, quizás, que le tenemos miedo. Y no miedo al rigor que su fe puede demandarnos, sino, precisamente, miedo a su Amor. Realmente el Amor es algo tan suyo que no acabamos de entenderlo. Nos lo sabemos de memoria, lo repetimos: Dio su vida por nosotros, nos amó hasta la muerte. Esta tremenda, descomunal Verdad, se nos ha petrificado, se nos ha hecho tópico. Deglutimos los textos evangélicos, las cartas paulinas, los raptos agustinianos, como frutos secos. No nos llenan el alma de frescor, de pulpa jugosa. Los estudioaos y los teólogos hacen finos análisis y exégesis. Todo se nos queda en avellanada devoción. ¿Es posible? Digo que su Amor, en el fondo, nos da miedo. Y es porque su Amor es Él mismo. Si sincera y auténticamente le aceptamos, este hecho exige la propia transformación, la nueva creación. Nos conduce su Amor a ser otros, a prescindir del yo, a negarnos, a enterrar para que se pudra la propia semilla, a coger la cruz. Aceptar, como doctrina, como enseñanza de fe teologal, que Cristo es amor y que no hay cristiano sin participación en el amor, es relativamente fácil. Pero no sabemos poner manos a la obra.

¿Qué sucede? Creo, primero, que nos planteamos mal la cuestión. Hay que padecer, hay que llevar la cruz —repetimos— para salvarse. Y así es. Pero puede que convenga acometer este pensamiento desde su purísima autenticidad diciéndonos: Hay que amar. Entonces, la cruz, la renuncia y la penitencia no son objetivos por sí mismos, sino premisas o consecuencias de la íntima transformación amorosa. Del Amor, como sobrenatural aventura.

Pero nos preguntamos, todo el mundo cuando llega el caso, si es cristiano, se lo pregunta: ¿Cómo se ama? En el fondo es lo más difícil. Todos nos hemos propuesto algún día: Voy a sacrificarme en esto. O voy a hacer lo de más allá. Un programa diario, a plazo corto, de mortificación, es viable. Lo asombrosamente grande y glorioso es precisamente lo de estar en Cristo, es decir, estar en el Amor. Tan asombroso que supone nada menos, como dice Pablo, una «nueva creación». Y esta palingenesia, esta metamorfosis consiste en invertir todos los valores, olvidándonos de nosotros mismos. Pero no sabemos, con nuestra óptica miope de hombres terrenos —egoístas por naturaleza— que si, al fin, logramos amar nos habremos desprendido de la cruz del yo —del «yo a cuestas»—, y ya, sin la cruz del yo, todas las cruces que puedan sustituirla serían livianas. Sin ninguna duda, la incomodidad mayor a que estamos condenados naturalmente es a padecer las exigencias del propio cuerpo y de la propia alma. Sólo sobrenaturalmente podemos liberarnos de este sufrimiento, llenándonos de Amor, y es así la revolución que Cristo propone.

Por supuesto no se trata de una proposición racional. Cristo no es un filósofo ni un político. El Amor no es filosofía política. El Verbo no se hace Hombre para «demostrar» nada. De manera que, entonces, su proposición no es algo que hay que aprender como una asignatura, ya que no se trata de ciencia alguna. Se trata, como dice San Juan de la Cruz, «de un saber no sabiendo» y «toda ciencia trascendiendo». La «nueva creación» del «estar» en Cristo es una Gracia; es —como se diría hoy— una participación. Si amamos sobrenaturalmente a Dios y al prójimo (que de eso se trata) es que le hemos pedido humildemente a El Amor, para amarle con su mismo amor. Nosotros ni sabemos ni podemos amar. Eso es cosa de El, cosa suya. Ahora bien; un movimiento de fe, basta para acercar nuestra mecha a su lumbre —«lumen Christi»—; entonces, El nos presta su luz y ya todos podemos encender la llama propagada. Tal es el simbolismo maravilloso de la Vigilia Pascual: de una sola y única Luz, se originan las llamas de cada uno de los cirios.

Yo creo que no se puede acometer en serio la empresa de la opción cristiana, si no nos revestimos de un impulso místico, por modesto que sea. Puede haber razones para un humanismo cristiano. Pero los humanismos cristianos se adulteran fácilmente. Hace falta una fe y una esperanza de estirpe sobrenatural —sin «razones demostradas», sin «esperanzas a corto plazo» —para ser novicios de Cristo, para balbucear como párvulos la Sabiduría —y no simple ciencia— del Amor. Ello implica un arrojo, una valentía, un abandono, una «entrega» incondicional (como dicen los maestros de la vida espiritual) a Dios. Claro que el Amor a que nos lleva la fe, acarrea a los santos una fruición. Pero una fruición que llega después; que sigue y no precede. Es por eso por lo que tememos a Cristo. La Gracia, su Gracia, nos trae el «sustancial» amor, desprovisto por lo pronto de accidentes. Lo que sucede es que, usufructuarios de la «nueva creación», la Luz es el fundamento a través del cual, dolores y gozos quedan en un plano subordinado y secundario, casi en una equivalencia. Glorioso acaecimiento el de la luz —«lumen Christi»— que anula al «hombre viejo». El «hombre viejo» no conoce otro amor sino el que se escribe con minúscula; es decir, el que nada más entiende de accidentes; el que obsesionado por la antinomia placer-dolor, olvida o deja relegada la radical discriminación esencial del Bien y del Mal.

Me parece que hoy, ser cristiano es cuestión de coraje. Coraje para buscar y hallar en El —en Cristo— el Amor. A fuerza de empeño sobrenatural, porque no se puede de otra manera. A fuerza de oración. No hay otra manera de estar en El, que atreverse a «querer» estar en El. ¿Cómo? Hincando nuestra arrogancia y nuestras rodillas delante del Crucificado, pidiéndole prestada su luz, prestado su Amor, prestada su Cruz. Amarle con el amor que El nos tiene, porque el nuestro, el natural, no nos sirve. Un joven me decía: ¿Y qué hacemos usted y yo para que nuestra Fe y nuestro Amor alcancen el nivel suficiente? Y yo le contesto: Tengo la impresión de que de momento, debiéramos empezar por tirar al suelo la cruz del «yo a cuestas». Un momento de coraje.Luego, unos minutos de estancia quieta ante la suya, ante la de su suplicio. Dar tiempo al chispazo. Los grandes incendios empiezan así de sencillamente...