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Encerrar el aire es una operación fácil. E infantil. Desde luego es tarea divertida. El globo encanta ya a los niños de dos años. Con él descubren la ironía; empiezan, un poco, a darse cuenta de lo paradójico.
—¿Qué hay dentro?
—Aire.
Resulta gracioso. El aire, hecho, según todos los indicios, para rodear a las cosas, preso en el interior. Porque parece que el dentro reclama una solidez. Y no; dentro puede haber también aire. Primera deducción del niño: lo que se hincha es aire; lo que sin esfuerzo se agranda, aire.
Y sin embargo, el descubrimiento se olvida pronto. De lo contrario no privarían —como privan, en el mundo de los adultos—, tanta filosofía de aire, tanto prestigio de aire, tanta virtud de aire. ¿Por qué la elevación de globos y fantoches es número obligado de todas las ferias de pueblo... y de no pocos festivales de la cultura?
Me acuerdo de esos síntomas, más o menos imaginarios, que confiesan ciertas personas enfermas de aprensión. Le dicen al médico: «Tengo un dolor aquí...». Y el doctor, campechanote, les consuela:
—Será flato.
Ante tantas «angustias vitales» de la época, dan ganas, también, de exclamar:
—Será...aire.
Pero uno teme ser tachado de frívolo y se calla.
oOo
Es una maravilla la cantidad de aire que puede caber —por ejemplo— dentro de un discurso de tamaño normal. Gran recurso técnico. Como el aire comprimido tiene una fuerza motriz bárbara, los políticos de todo el mundo, que están bien enterados del fenómeno, lo explotan en beneficio del respectivo ideario. Pero quizá se mete todavía más cantidad de aire en la palabra escrita. Hay, sin ir más lejos, una literatura que, propuesta firmemente a ser honda, hace acopio de viento en sus fuelles sombríos. Si al menos, luego, se supiese dirigir y melodizar el aire por las tuberías del órgano... Pero, a menudo, la cañería musical falta y todo se reduce a cloaca y el ruido eclipsa cualquier posible armonía. Ahí están los galimatías tremendistas en plena verbena existencial. (Negra verbena; pero, ¡cuidado! ¿No ve usted qué relieve, qué volumen, qué tangible «fuerza» de las palabras? Usted sospecha que tales palabras y que tales conceptos encierran dentro bastante vulgaridad y casi se decide a pinchar los globos con su alfilerito. Cuidado, repito, porque enseguida, entonces, le van a llamar gamberro, gamberro reaccionario. Déjeles disfrutar su fiesta en paz).
Pero ¿y los «trabajadores»? Otro campo, ciertamente, en el que la elevación de globos y fantoches está a la orden del día. Juegan aquí otros factores... El trabajo es algo serio, nadie puede dudarlo; pero el énfasis que se pone en el propio trabajo es más rentable que el trabajo mismo, porque el énfasis, la presunción, la pedantería, son vanidades que elevan, elevan, elevan... Y por cierto que los santones —buñuelos de viento de la bondad— gozan a veces de un olor de multitud de que carecen los santos. Porque los santos no saben escarolar sus virtudes, y ahí está el quid. (No, el tema no se agota).
Se discute mucho sobre si este tiempo —el nuestro— es mejor o peor. No creo que sea peor. Hasta es posible que sea mejor. Pero adolece de una terrible enfermedad: el flato. A esta época se le ha metido mucho aire en las entrañas... Esos síntomas —dolores en todas partes, amagos de disturbio y revolución en los pueblos, guerras a punto de dispararse, ansia equívoca, malestar, distonía, neuralgia en las ideas, jaqueca y cansancio en las convicciones de cualquier índole— no obedecen, probablemente, a una enfermedad de las que se califican de orgánicas. Quizá todo es aire, cúmulo de vanidades en la máquina social. Puede que un pequeño remedio baste si con él se acierta. A lo mejor, el alivio se inicia con un simple cambio de postura...
Pero cualquiera convence de esto a una Humanidad que presume de cáncer. Se ofendería.
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