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Edgar Neville publica en una de nuestras mejores revistas una serie de artículos sobre la «buena educación». Sustenta el conocido autor la tesis de que la educación tiene un cometido conceptual de fondo, «que no puede bastar a satisfacer, los mil formulismos estereotipados de que está hecha la cortesía de la mayoría de las gentes educadas». Esto no es nuevo; esta teoría, naturalmente, no tiene nada de inédita. Pero Neville matiza lo que él llama su «ensayo» con tal número y calidad de sugestiones, finamente irónicas, que su lectura resulta, por demás, interesante.
Hay, indudablemente, una cosa cierta en esto de la educación y es que no se adquiere con reglas. Podemos saber a la perfección todas las normas ortográficas y toda la sintaxis y, sin embargo, a pesar de ello podemos no saber escribir. E igualmente, parece rigurosamente cierto, que podemos conocer y hasta practicar escrupulosamente todos los preceptos flordelisados de la urbanidad sin alcanzar la categoría de hombres educados. En todo caso la urbanidad, la cortesía, la elegancia, son efecto de la educación y no principio de la misma. La urbanidad es el barroquismo de la educación. Y, como resultaría absurdo un barroco sin precedentes clásicas, es ilógica e irracional una cortesía de formas, de moldes, de «detalles», de adornos, que no responda a una nerviación firme en la arquitectura del espíritu.
Pero las gentes comienzan la casa por el tejado. Creen, por ejemplo muchos advenedizos, que se empieza a ser educado siendo elegante y que se principia a ser elegante usando cuello duro. Es un proceso muy cómodo y como todo lo cómodo muy falso. Las personas elegantemente vestidas y pésimamente educadas, al igual que las que viven atentas a todos los convencionalismos de la urbanidad mientras desconocen los más elementales imperativos de la delicadeza, nos causan, volviendo al símil gramatical, el mismo efecto que un escrito caligráficamente perfecto pero plagado de haches intempestivas, en el que las bes y las uves han hecho las paces renunciando a sus respectivas exclusivas atribuciones. ¿No es posible una mala letra con buena ortografía?
La educación no es una cosa espontánea: necesita cultivo. La educación es, por otra parte, un tejido de ideas y sentimientos entrelazados que no admite sucedáneos, Lo otro, querer engañar con una educación postiza, tejida de tópicos y de cursilerías, es aspirar a «dar gato por liebre». Así surje el tipo social del «filisteo» que diría Ortega y Gasset. El «filisteo» es el hombre capaz de adquirir, por sus millones, todos los diamantes de Gioconda con los que poder irradiar coruscantes destellos desde las falanges de sus dedos; pero incapaz por su opacidad mental y por su insuficiencia cordial, de arrancar un reflejo áureo de belleza a su psiquismo embrionario, larvado, inepto.
Nada, pues, tan difícil de adquirir como la buena educación. Ella exige un esfuerzo permanente y completo de todas las facultades. Y como no es un efecto mecánico que resulta del engranaje de las reglas, sino un complejo armónico que se forma a fuerza de discreción y de sindéresis, para nada sirven los prontuarios de las «buenas formas», ni son posibles unos «cursillos intensivos» de educación que, en poco tiempo, basten para desbrozar todos los obstáculos selváticos que opone la naturaleza al buen sentido. No se enriquece el espíritu con la misma facilidad que la bolsa. A los «ricos nuevos» lo que se les nota es eso: que su espíritu «se ha quedado atrás» cuando han intentado el «sprint» final hacia las metas del «buen tono».
«El Arte es largo y la vida breve». Y ningún arte tan largo, tan dificultoso, como el de la educación. Si es que la educación es un arte...
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