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Es ésta de la muerte una verdad puramente empírica, no aceptada, en absoluto, por la totalidad del complejo humano. Creemos que hemos de morir porque «vemos» morir a los demás. Pero, por bajo de la convicción experimental de la muerte, existe, para cada uno, la conciencia primigenia, elemental, que nos afirma como eternos en cuanto nos hace creer no tendremos fin. No es sólo el amor quien dice «siempre»; todo el afán vital de la existencia radica en un postulado de eternidad. Y, aunque con frecuencia nuestra capacidad de infinidad gime al sentirse defraudada por la limitación de las cosas temporales que nosotros desearíamos eternas, queda siempre en el alma un reducto insaciable, un germen de inmortalidad, manifestado como la incógnita de una ecuación para cuya solución fracasan todos los esfuerzos de la matemática humana. ¿No será, pues, la muerte, la clave de la ecuación vital? ¿no nivelará ella, al fin, la demanda del deseo, con la oferta de la realidad? (Cuando San Agustín decía su conocidísima frase: «Inquieta andará mi alma, Señor, hasta que descanse en ti», clarividenciaba la única solución positiva capaz de despejar satisfactoriamente la x ineluctable de la inquietud existencial).
Indudablemente, lo que «vemos» de la muerte nos turba y entristece. Por eso las religiones, la filosofía, han buscado siempre, bajo la máscara aparencial del «fenómeno», un «noúmeno» explicativo, racional y lógico. Porque, si el «fenómeno» de la muerte fuese toda la verdad de la muerte, esto, es, si la vida acabase al llegar la muerte, ¿no sentiría la criatura derecho a llamarse engañada por el Creador, viéndose condenada, como los hijos de Tántalo, al suplicio de la sed, sin remedio, de la inmortalidad?
Ningún pueblo ha creído nunca en la muerte «efectiva»; ninguno ha juzgado del «noúmeno» por el «fenómeno», de la verdad por la apariencia. Aquellos buenos egipcios que embalsamaban a sus muertos, no tenían el dogma glorioso nuestro de la resurrección de la carne, y, como no se conformaban con el «fenómeno» del cadáver, querían que la química les redimiese los destrozos de la física; buscaban algo que les hiciese ostensible la creencia innata de la inmortalidad. En las mastabas y en las pirámides faraónicas se depositaban alimentos para el muerto. Esto, que nos parece absurdo, es, realmente, una bella metáfora plástica del misterio de la inmortalidad; una apelación del «noúmeno» contra el ultraje del «fenómeno»...
A pesar de todo, la Historia, la Ciencia, la Filosofía, las religiones, si han visto la verdad oculta tras la muerte, no han acertado a comprenderla. A discurrir sobre el Enigma, extendido frente al Finisterre de la Muerte, las teogonías antiguas y las aberraciones modernas se pierden en el Océano inmenso de la conjetura. Únicamente las carabelas de la especulación cristiana, timonadas por la Fe, navegan triunfantes, seguras, sin vacilación, sobre el oleaje pánico del Misterio. El Cristianismo, que es la Verdad, desenmascara a la muerte que es la hipocresía de lo eterna. Y, sobre la aparencial tragedia de la tumba, levanta, como un mentís, la realidad perdurable de la Santa Cruz. ¡La muerte no existe! Tras el enigma no está la oscuridad tenebrosa sino la Luz misma. ¡Plus Ultra!
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¡Oh los cipreses erectos del cementerio! Ahora que todos los árboles, ante el otoño experimentan el fracaso amargo de su verdor; ahora que a su vejez fatal empiezan a salirle las canas de las hojas amarillas, ved el ciprés ecuánime, estoico, imperdurable, dueño de una primavera intrínseca, animado por la vida interior de una infinita vocación celeste... ¿Qué está diciendo el ciprés siempre verde, agarradas sus raíces a la tierra, abonada de muertos, del camposanto? En el camposanto, insinuada por el viento, hay una grave, unánime, oscilación del ciprés. El sol arranca reverberos a los mármoles de las tumbas. Juguetean los pájaros con el silencio. Una augusta paz, densa, espesa, casi asfixiante, fuerza a la oración, coacciona a la oración...
El ciprés está predicando, con el ejemplo, un sermón sobre la inmortalidad: *La vida y la muerte —parece decir— pasarán; la primavera y el otoño pasarán; pero mi verdor no pasará». El ciprés se está dirigiendo siempre al cielo como las agujas de las catedrales góticas; constantemente está señalando al «más allá»; como si quisiese traducir el «noúmeno» de la muerte, sobre el «fenómeno» mismo de las tumbas.
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