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Es una campanita conventual —casi un esquilón— una de tantas quizás, como las que muchas veces han conmovido la exquisita sensibilidad de «Azorín», según él escribe, durante sus andanzas líricas por tierras de Castilla. Yo oigo todas las noches, invariablemente, el tañer de esa campana. En verano y en invierno; unas veces recortándose su armonía en el purísimo fondo del silencio; otras cuando el ruido callejero oficia a modo de niebla espiritual que ofusca lontananzas sutiles del alma, abriéndose paso, penosamente, entre la baraúnda gris de los sonidos vulgares, de los ruidos ordinarios.
Pertenece la campana a una pequeña iglesia recoleta de la pequeña ciudad. Es de un vetusto convento de monjas de clausura. Y es el caso que esta iglesia, que abre sus puertas a la hora del alba y las cierra cuando todavía «el grueso» del ejército ciudadano, poco madrugador, no ha entrado en acción, ofrece pocas ocasiones de ser frecuentada por nosotros, hombres adocenados, hombres de baja talla espiritual, que preferimos el tópico placer del «lecho arropadito y caliente» a las límpidas emociones de la epifanía mañanera.
Hoy no; hoy la iglesita de las monjas descalzas ha estado todo el día abierta? lo estará mañana también; lo estará algunos días más. Se celebran allí ahora, las Cuarenta Horas... Y, es natural, hemos entrado, aprovechando esta circunstancia a la capilla de las monjas de clausura. Estaban las religiosas cantando vísperas: Hemos oído las salmodias suplicantes, tenues, laminadas de las vírgenes consagradas al Señor. La campanita que lanza todas las noches —voz que clama en el desierto— su ungida voz iluminada, hasta debilitarse y perderse en la Babilonia prevaricadora del mundo, es una traducción lírica del bisbiseo ascético de estas mujeres que repliegan su humana carnalidad tras la guardia reiterada de unos cilicios, de unos velos, de unos hábitos, de unas celosías, de unas rejas misteriosas, de unos muros renegridos y patinosos.
¡Qué hontanar de claras finuras, que maravillosa fuente impresionista ésta para matizar, con un poco de delicadeza la impresionante, la atroz realidad de las cosas! Están rezando las monjas en la penumbrosa apacibilidad del coro. Y lo extraordinario, lo maravilloso, es que están rezando siempre, mientras, siempre también, constantemente están oyéndose en la capilla, llegados de la calle, los mismos contrastes que ahora llegan: el grito turbio de los pregones del mercado, (está el convento en el centro de la ciudad) la conversación destemplada de las mujerucas que van o vienen de la compra, el chirriar angosto de los carros, el bocinazo filisteo del «auto», el jaleo endemoniado de los chiquillos que juegan al fútbol en la plazuela. Pero, «ningún provecho reportan estas monjas», ¿No es esta la consideración necia que suelen hacerse no poco hombres que «más papistas que el Papa», quisieran un catolicismo militarizado, que no militante; hombres que confunden la actividad con el movimiento,- hombres «a lo Marta» que se pasan la vida reprendiendo, quizás por no comprenderlo bien, el enamoramiento supremo de María? Que haya muchas hermanitas de la caridad; que haya muchos misioneros; que haya muchos obispos viajeros que, como Monseñor Speliman, recorran cada día de un confín a otro confín, de Nueva York a Londres, de Londres a Roma, en «raids» de aviación, espoleados por un desvelo apostólico. Pero que se supriman las monjitas pálidas de los conventos de clausura; que se «prohiba» la vida «egoísta» de unas mujeres que no hacen «nada más que rezar»; que el misticismo se abrogue definitivamente, en todo el haz de la tierra, en beneficio de la misma Religión. Así discurren muchos hombres «dinámicos», muy bien hallados con los advenedizo, muy pagados, muy seguros de sus opiniones, que llaman tristeza al silencio, y «rezoteo» a la oración, y egoísmo a la renuncia, y pereza a la contemplación. Como si San Juan de la Cruz no hubiese escrito que un sólo pensamiento dirigido a Dios vale por todas las obras de los hombres todos; como si el valor de la oración, «que todo lo alcanza», hubiera prescrito ya en el Reino de los Cielos; como si Jesús, en fin, no hubiese dicho en la casa de Bethania, refiriéndose a María la contemplativa: «Ella ha elegido la mejor parte»... Pero los hombres prácticos que de aquella manera razonan, son los mismos que quisieran también cancelar toda preocupación filosófica o poética; porque los poetas, y los filósofos, y los artistas y los soñadores, como subalternos que son del Misticismo, «tampoco sirven para nada». Siempre el filisteísmo frente al idealismo; la técnica, siempre, oponiéndose al Amor. El bocinazo del «auto» contrastando con el armoniun, y el pregón del vendedor ambulante queriendo imperar sobre la salmodia apagada de las monjitas de Nuestro Señor. Constantemente Marta echando en cara su doméstico que hacer a María.
Sí; que haya muchas hermanitas de la Caridad, muchos misioneros, muchos jesuítas, muchos obispos viajeros, «a lo Monseñor Spellman». Ellos por su actividad apostólica, por su celo, por su encendido afán, tienen encomendada la tarea cristianísima de ganar para el Cielo unas almas que se pierden en la vorágine tormentosa del siglo. Pero que haya también muchos conventos de monjitas pálidas, místicas, extáticas; que la oración sea el único quehacer de las vírgenes consagradas al Esposo para compensar el quehacer malsano de quienes han estrangulado la última fibra piadosa de sus almas; que todas las noches y en todas las ciudades pueda sonar siempre la campana azul de un convento de religiosas de clausura, como una nota fresca de poesía que recuerde a los hombres que no lodo es amarillez de rastrojo en este mundo agostado, yermo, fratricida.
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