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Hay para todos los hombres —para cada hombre— un conjunto de problemas concretos, puramente tangibles, que vienen a constituir algo así como el tejido permanente de nuestra existencia particular. Los problemas particulares son, de hecho, los problemas preeminentes, los que más interesan, por ser propios, a cada individuo. Pero la verdad es que los problemas particulares objetivamente carecen de interés. De ahí el origen de tantos y tantos males. Toda cuestión pura, absoluta, desligada de cualesquiera concomitancias personales, ya constituya esta cuestión un problema filosófico, ya religioso, social, científico... tropieza de seguida con las barreras del personalismo, del interés próximo, de la propia conveniencia. Las empresas altas y los pensamientos altos fracasan porque las quisiéramos llevar a cabo sin salir de nosotros mismos, eludiendo toda colisión entre la idea y el interés, concluyendo por creer que no es interesante sino lo que nos interesa, lo que nos interesa en el sentido mezquino, comercial, de la palabra. Esto es el filisteísmo: renunciar a las ideas si las ideas no producen réditos. O, en un sentido más amplio, filisteos son todos cuantos creen en un mundo egocéntrico, absolutamente absurdo, que erige el problema particular en eje inconmovible del universo.
Gracias a Dios, hay momentos en que los problemas particulares, las preocupaciones tangibles, las cosas concretas que nos esclavizan pierden momentáneamente, su exclusiva hegemonía. ¡Qué dicha, entonces, olvidarnos de nosotros, escamotearnos, ocultos a la luz consciente, toda esa turba aciaga de las apetencias instintivas que devora, insaciable, sin descanso nuestra alta, nuestra superior organización intelectual.... Puede ser, lector, que hoy, que esta tarde, que mañana, que cualquier día, a cualquier hora y cualquier momento, tú sientas, en tu espíritu, la comenzón inefable de una idea pura desnuda de adherencias, en el seno oscuro de esta individualidad atormentada. Entonces es la hora de dejarlo todo, la hora de «salir» sólo, completamente solo. Salir sin objetivo, para vagar, para andar y ver. La hora lírica que reclama la obligación de borrar la pizarra en que está señalado el diseño de todos nuestros prejuicios,- para que la efusión clara de las cosas se imprima, graciosa, como en una «fábula rasa» en la constitución ávida del alma.
Yo noto que esta tarde, mientras paseo un poco olvidado de las cosas concretas, está operándose, en la naturaleza, la transformación del otoño. Es un atardecer anubarrado, con un viento sombrío, casi funeral, que suena aflautado en el ocaso cárdeno. La vieja ciudad —desde donde estoy, en las afueras se ofrece una magnífica vista panorámica de la vieja ciudad— tiene a estas horas, en este atardecer, un singular encanto. No sé qué secreta comunión hay entre los edificios imponentes y renegridos que alzan su vetusta distinción entre el caserío multiforme... no sé qué secreta comunión hay entre las piedras doradas, el ocaso turbio, el viento y las hojas muertas, que caen, lentamente, sin destino... La campana de una iglesia voltea con alineado empeño: su sonido es el toque definitivo, decisivamente delicado, que dota al paisaje y al ambiente de un matiz confesional. La vieja ciudad, vista desde afuera, aparece transida de fe; está impregnada de lirismo; rezuma sugerencias férvidas por todos sus puntos. Pero».
Pero... llevas razón, Lorenzo Lechuga, una cosa es la vieja ciudad y otra, muy distinta, son los habitantes de la vieja ciudad. El espíritu, el arte, las ideas, los sentimientos son cosas demasiado abstractas. Y en la vieja ciudad no hay sino hombres atentos a las cosas concretas. Los problemas particulares, los intereses mezquinos, las ambiciones personales, quitan el sitio al espíritu. Filisteos, filisteos, nada más que Filisteos por todas partes. ¡Cómo se reirán ellos de todas estas cosas! Pues, si se ríen otro motivo más para que otra vez se lo digamos: filisteos. El espíritu de la vieja ciudad no mora en sus habitantes. Hay que salir afuera, al campo, para que, desde el campo, desde lejos, la vieja ciudad nos muestre su genuina fisonomía.
Y en este ocaso triste, enmarcada la vieja ciudad en el paisaje otoñal, nos asalta una preocupación tremenda, olvidados como estamos ahora, por unos momentos, de nuestros particulares problemas intransferibles. Nos asalta el temor de si será llegada la hora otoñal del espíritu; del espíritu que flota impalpable, como reminiscencia de un mundo mejor, sobre el caserío multiforme, jalonado de torres, de la ciudad vetusta. Los edificios de cemento, con puerta de «garaje», se alzan prepotentes en las afueras del pueblo. Son, también, como ricos nuevos, como filisteos... Si las cosas tienen alma ¡cómo desdeñará el cemento, con mentalidad de exportador de aceites, a la piedra noble, aristocrática, de nuestros caros edificios seculares!
Y si la hora otoñal del espíritu ha llegado, si esta campana lírica que llama a oración en este atardecer no dice nada a nadie; si no quedan hombres lo suficientemente generosos para olvidar un día, a cualquier hora, por unos momentos, sus particulares problemas concretos, por que ya no interesan las «categorías», porque ya sólo merecen ser las anécdotas; si se ha cancelado definitivamente nuestra deuda con la Historia porque ya, ingenuamente, renunciamos a «hacerla», dispuestos a disfrutar las rentas de un pasado glorioso del que no nos hacemos dignos... Si declinan, para siempre, todas las virtudes éticas y estéticas en esta hora angustiosa de la Humanidad, ellos los filisteos, están de enhorabuena.
Pero es muy conveniente, cuando llega el otoño, pensar en la primavera. ¿Por qué renunciar, definitivamente, a la idea de una nueva primavera espiritual? La campana de la iglesia voltea, voltea, afincada en su empeño místico. Y ya... ¿nunca, nunca, esta campana dirá nada a nadie? Ha pasado raudo por la carretera un camión cargado de bidones. Luego, una «moto». Luego otro camión... Los ruidos de los motores ensordecen un momento y luego se alejan, cesan... Pero la campana sigue afincada en su tañer místico...
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