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EL CAMPO

Juan Pasquau Guerrero

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948

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Los adjetivos, en general, nos causan parecida impresión a la que producen esos trajes «hechos», confeccionados «a priori», que esperan en los maniquíes de los escaparates de los comercios el arribo del pri­mer comprador. Porque los conceptos suelen vestirse, en literatura, de adjetivos «a priori», de adjetivos en serie, que raramente resultan a la medida, que siempre les están un poco grandes o un poco chicos a las cosas. Un mismo adjetivo puede servir para ponderar aspectos bien distintos, cualidades poco comunes... Los ojos de aquella muchacha— por ejemplo—hemos convenido todos en que son unos ojos magníficos ¡magnífico adjetivo éste de «magníficos»! Lo malo es que para ensalzar las judías o los garbanzos que nos han puesto hoy a la mesa a lo me­jor hemos dicho también que son... magníficos. Garbanzos magníficos, ojos magníficos. Con una misma palabra con un mismo adjetivo, ¡qué calidades tan diferentes hemos querido expresar!

Intentaba yo encontrar un adjetivo «que le viniera bien al campo», este campo que he aspirado, que se me ha entrado en el alma en esta mañana cuerda de este febrero loco. No he podido. Porque quizás el campo se califica y se determina a si mismo; se libera de la corte mo­lesta de los ditirambos, de los adjetivos encomiásticos. Cuando Macha­do quiso hacer una poesía sobre el campo andaluz escribió:

«Campo, campo, campo,
y entre los olivos
los cortijos blancos...»


No puso ningún adjetivo al campo. Dijo solamente: «Campo, campo, campo.»

Nosotros, hombres de la ciudad, tenemos un concepto lírico del cam­po. Cabe tener del campo un concepto agrícola o un concepto poético. Naturalmente a las gentes del campo, como viven en el campo, como tienen al campo «en casa», no les impresiona, no les llama la aten­ción. Así sucede que los campesinos van a la ciudad con la misma ilu­sión con que nosotros vamos al campo. Ellos juzgan a la ciudad por su aspecto divertido: por sus «cines», por sus luces, por sus escapara­tes. Nosotros juzgamos al campo en su faceta lírica: por sus puestas de sol, por las flores, por los céfiros. Ellos y nosotros nos equivocamos. Ni ellos ven la prosa de la ciudad—la oficina—ni nosotros vemos la prosa del campo—el laboreo de las tierras, la agricultura—.

Decíamos que nosotros, hombres de la ciudad, experimentábamos en el campo una exacerbación de nuestro lirismo. El lirismo que yace re­plegado en el fondo de la personalidad, sojuzgado por la cotidiana prosa necesaria de la vida normal, se desata en una efusión inefable, en un desenfreno fáustico, al ponerse en contacto con la naturaleza, «al sentir en el alma la obra entera de los seis días». Ángel Ganivet, poseído de un delirante entusiasmo naturalista, comió hierba, loco de alegría, al salir una mañana de primavera al campo granadino, des­pués de una «reclusión» de varios meses en la ciudad, impuesta por los afanes burocráticos. El campo nos despierta lo más íntimo, lo mas «antiguo» de nosotros, que es el instinto de la naturaleza. Sobre todo nos encanta del campo el que siendo tan viejo, esté todo, en él tan nuevo. Cada mañana parece como si acabase de salir de las manos del Señor, tremante, divinal, magnífico. Nada en el campo nos habla del tiempo. La secular encina, el olivo añoso el arroyo reidor, la mon­taña imponente, tienen un aire de perpetuidad, una fisonomía eterna que contrasta con lo fungible, con lo efímero de las cosas que vemos en la ciudad. En la ciudad todo desaparece, todo muere, o cuando menos todo envejece. El campo en cambio, constantemente joven, permanece igual, no se gasta. Porque si bien la vegetación cambia con las estacio­nes y el color se muda según la época, tales mutaciones no son sino una garantía de perennidad, al contrario de lo que sucede en la ciu­dad en la que las cosas mueren porque no pueden cambiar.

Pero, la belleza del campo, ¿en qué consiste? ¿En cuales cosas radi­ca? Hay campos nemorosos, blandos, suaves; y campos desnudos, bron­cos, ásperos. ¿Cabe decir que los unos son más bellos que los otros? Existe una belleza física del campo determinada por la vegetación, por los árboles, por la música de la aves. Con relación a este aspecto puede decirse de campos «bonitos» y de campos feos. Pero, sobre esta belleza física, está la belleza metafísica, la belleza ideal del campo: la belleza pura que nos llega al alma sin entrar por las puertas de los sentidos. í esta belleza invisible, impalpable, hermana a todos los pai­sajes de todas las comarcas formando un concepto abstracto del cam­po, concepto de una divina valoración que no admite adjetivos huma­nos. Encantadora la campiña cariñosa, mimada por el río, halagada por la fragancia femenil de las flores. Pero bello también en sus desnudez trágica el paraje dramático, accidentado, de la montaña difícil. Y bella la monotonía de los campos monocordes y unánimes: «tierra absoluta bajo el cielo absoluto», que dijo José Antonio del campo de Castilla.