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Siempre me ha impresionado profundamente la afirmación religiosa que implica la presencia rotunda de la catedral, destacando su pétrea, imponente presencia, sobre el caserío heterogéneo de una gran ciudad. La ciudad ciñe la mole adusta del templo por los cuatro costados. Nada parece religioso ni aún simplemente espiritual a su alrededor y sin embargo ella, la catedral superando esta hostilidad limítrofe se yergue segura y eterna a despecho de las «circunstancias». Y el sentido de su influencia selecta domina al fin, en la visión panorámica de la ciudad, sobre la ramplonería mayoritaria del resto de la edificación. La catedral todavía, afortunadamente, no admite competición. Al fin y al cabo es un bien que su silueta nítida sea lo primero que aparece o lo último que desaparece cuando la distancia borra toda individualidad y toda diferenciación y el paisaje reduce, con la lejanía, la dimensión de las grandes concentraciones urbanas. La catedral, en el corazón mismo de la capital, es más que un contraste un sedante. Penetrar en sus naves penumbrosas esquivando la claridad hiriente del sol, renegando por unos momentos de la barahúnda tumultuosa del tráfago ciudadano, trae al espíritu una sensación amabilísima de paz, una «sophrosyne» cordial en que se diluyen como por ensalmo, estas preocupaciones insignificantes y terribles que, a diario, en medio del mundo, traídos y llevados por mil delezanables inquietudes, terminan por agostarnos la vida.
Entrar en una catedral a la hora de vísperas ha tenido siempre para mí un secreto, inefable, delicado encanto. La catedral entonces está sola y parece como si la soledad diera más grandeza a su augusta fábrica. Esta tarde, en toda la catedral, solo había dos personas: un viejo que se acodaba en un banco de la nave central, rumiando Dios sabe que íntimas nostalgias, o simplemente dormitando, y yo. Luego han salido los canónigos y han principiado su melopea acordada de vez en vez por la música del órgano. Yo, entonces, he estado a punto de abocar con mi pensamiento en una reflexión vulgar, al constatar la soledad del templo en flagrante contraste con la concurrencia, probablemente exagerada, que a estas mismas horas, llena los cafés y centros de diversión. La irreligiosidad de las gentes. Bien; pero esto, más que para un artículo, sería motivo magnífico para un sermón. Lo que yo he deducido al fin de esta espléndida soledad del templo catedralicio, ha sido una sensación estética. Me ha parecido bella y profundamente religiosa tal soledad. Me he figurado, luego, la catedral llena, invadida de «pueblo», de hombres mayoritarios, ajenos a toda inquietud pura, ello es a toda inquietud sin raíces carnales, y al imaginarme esto, he experimentado no se qué extraña repugnancia. La catedral no es un templo para mayorías. Bien se que sus colosales dimensiones parecen indicar lo contrario; pero, precisamente, esta paradoja acentúa, no anula, la verdad de mi afirmación.
Las gentes mayoritarias gustan más de aquellas iglesias reducidas y primorosas, de las capillitas menudas con imágenes melifluas del Sagrado Corazón; pero no alcanzan el profundo sentido religioso de estos templos imponentes en que se rinde un culto «oficial» al Señor, desligado en absoluto de toda devoción particularista. Aquí en la catedral todo es grande porque todo es impersonal.
Por eso se explica que hombres tenidos por impíos, inabordables a cualquier empeño apostólico, sientan el anonadamiento total de su espíritu cuando pasan los umbrales de una de estas magníficas catedrales en que cada columna, cada nave, cada imagen, cada armonía y hasta cada silencio parece animado de un propósito apologético. No cabe duda que los hombres que construyeron estos templos allá en los tiempos áureos de la fe, acertaron plenamente al asociar el arte más acabado a la exteriorización de sus ideas. Tuvieron una concepción religiosa «total» de la vida; por eso no eran hombres de capillitas elegantoides con calefacción y con retablos cursis, más acordados con la limitación «piadosita» de nuestras muchachas «topolinos» que con el eterno sentido «hondo» del cristianismo.
Aquellos hombres al convertir el arte en aliado de la religión, y al dar a sus concreciones piadosas una calidad de solemne grandeza pensaron en la posteridad más que en ellos mismos. Quienes empezaban a construir la catedral sabían ciertamente que no la verían terminada. Y sin embargo trabajaban con entusiasmo porque era grande su fe. ¡Qué diferencia con la piedad nuestra, de nuestro siglo! Esta es una piedad de capillas particulares, de altares primorosos, de imágenes melifluas. Es una piedad estrecha, egoísta, interesada. Entonces, cuando se erigían las catedrales, los hombres eran más ambiciosos...
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