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AHORA QUE ESTAMOS EN PRIMAVERA (Notas sueltas)

Juan Pasquau Guerrero

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948

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La vida está hecha de convencionalismos. Uno de esos convencionalismos es la Primavera. Con una seriedad magnífica se asegura que la primavera comienza el 21 de marzo y que termina el 20 de junio. Por eso, cuando llega abril, las gentes se desprenden del abrigo y de la bufanda, se dedican a escribir sonetos de amor y, con un entusiasmo digno de alabanzas, empiezan a ponderar las excelencias de la estación de las flores.

Pero, claro, esto no pasa de ser un optimismo exagerado. Lo cierto es que, si bien es verdad que existen días primaverales, no existe, en cambio, la primavera. De vez en cuando, esporádicamente, surge un buen día, de temperatura ideal. Pero la primavera sistematizada, orde­nada en una serie de días venturosos, encasillada en un lapso de tiem­po previamente determinado, es una utopía del calendario que no de­be engañar a ningún hombre medianamente civilizado.

Porque, naturalmente, los días primaverales, no vienen precisamen­te en mayo: no están controlados ni monopolizados por la estación de las flores. ¿No es verdad que, en diciembre o en enero, hemos dicho muchas veces: «Hoy hace un día primaveral»? Y, sin embargo, cuan­tas veces exclamamos en mayo: «Parece que estamos en febrero».

Es que la primavera es una coquetería del tiempo. Es como una sonrisa falaz de mujer. Hay ingenuos que creen que una mujer les ama porque les sonríe un día; y les entregan por eso su corazón. Se­mejantemente, hay personas, poco avispadas, que creen que la prima­vera está propicia porque, un día, en el mes de marzo o en el mes de abril sube el termómetro unos grados y se despeja el cielo. Aprovechan la ocasión estas personas para quitarse la camiseta de invierno que, en cierto modo, no es si no una declaración de amor que se hace a la pri­mavera... Pero la primavera les da «calabazas». Vuelve a encapotarse el cielo y a descender la temperatura... Entonces, a los enamorados de la estación bella no les queda más remedio que volver a abrigarse... o pretender a la muerte con los méritos de una pulmonía.
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La amapola no es una flor de jardín sino de campo abierto. Al lado de una rosa, una amapola parecería la criada. Pero como hay criadas bellísimas que nada tienen que envidiar a sus señoras, yo creo que la rosa ha sentido celos de la amapola y la ha desterrado al campo. Allí ha salido a la amapola una corte de galanes humildes: los jaramagos. Mientras, en los parterres de la ciudad, los claveles, y los jazmines, y las azucenas y las rosas, han formado una «sociedad elegante», aristo­crática, una sociedad que celebra sus bacanales en los crepúsculos de la primavera, descorchando el champaña perfumado de sus fragancias.


¿Y la margarita? La margarita, es el tipo representativo de la «clase media» en las flores. Así veis margaritas en los parques, y margaritas en las eras. Y hay «margaritas para los puercos»; pero también mar­garitas que tienen ese destino maravilloso de aclarar dudas de amor...


En los balcones hay muchas macetas. Las macetas son pedazos de campo presos. Hacen la misma impresión que las aves enjauladas.
Siempre asomados al balcón, los jeráneos parecen esperar ver pasar una procesión que nunca llega.

Pero, el domingo de Ramos, aparece la palma bendita en el bal­cón. Diríase que viene a hacer apostolado, con su elegancia mística, entre la frivolidad abigarrada, halconera, vanidosa, de las macetas.
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La primavera, en fin, es la premisa indispensable del estío. Y la flor, no es sino una crisálida del fruto. En la naturaleza, la belleza es una larva de la utilidad, la flor es una promesa del fruto y la virgen es una promesa de la madre...