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Empecemos por aclarar que, ahora en este artículo, daremos al concepto Poesía una interpretación probablemente restringida y, quizás, un poco arbitraria. Entenderemos aquí la Poesía considerada en su aspecto puramente emocional, como producto de la inspiración espontánea, que vibra ante lo desconocido o misterioso; así cabe que deneguemos el marchamo poético a las épocas clásicas, concediéndolo, en cambio, a las románticas, aunque, apreciada la cuestión desde otro punto de vista, acaso conviniera proceder de manera contraria.
Se dice que Platón, avergonzado, rompió todas sus poesías después que hubo conocido y oído a Sócrates. Sócrates era un intelectual —siquiera solamente un intelectual de la Ética— mientras Platón fue un romántico, más poeta que filósofo, más soñador que sabio. Surge, deducido de este hecho, ante esta anécdota, un antiguo problema incancelable; a saber: La Poesía, ¿es fenómeno auténticamente racional o, por el contrario, sólo se produce en las catacumbas del subsconsciente, sin resistir la clara luz meridiana de la Inteligencia?... En aras del vigor de la raza sacrificaban los espartanos la lírica, que al decir de ellos afeminaba y corrompía el impulso ardoroso. Yen nombre del espíritu se manifiesta —bien que con soluciones de continuidad a lo largo de la Historia— una tendencia encaminada a suprimir la fermentación poética de las cosas. Todas las manifestaciones artísticas marcan un movimiento pendular que oscila, más o menos ordenada o uniformemente, entre el extremo clásico y el extremo romántico.
Fijémonos, a modo de parábola que pueda servirnos de guía en nuestro intento, en los motivos artísticos del capitel. La evolución del capitel, ¿por qué no?, representa un ciclo artístico no desemejante a la evolución de la misma Historia, sin mencionar ahora los rudimentarios, enormes, un tanto absurdos, capiteles de la civilización oriental, arribemos con el pensamiento a Grecia, cuna de Europa. El capitel dórico es crudo —diríamos que estoico— en la árida plasmación de su diseño. Representa el fanatismo de la sobriedad. Pero ¿cómo hubiera podido persistir esta forma artística parcial, sectaria, de un purismo deshumanizado?
Pronto, por eso, los capiteles griegos rompen a hervir, empiezan a poetizarse, adquieren morbideces líricas hasta llegar al desorden barroco, decadente, del corintio, pasando por la transición, o mejor, por la plenitud magnífica del jónico. Luego todo cambia y se renueva: todo perece y resucita... Y nos encontramos a la vuelta de unos siglos, con los vociferantes capiteles románicos, heteróclitos, extravagantes; fastuosos capiteles de aluvión, residuo complejo del bizantinismo que se hunde, que aboca en el olvido. Son impresionantes las figuras de los capiteles románicos poblados de místicas interjecciones plásticas. Es otra vez la poesía desbordada, rota la euritmia del helenismo; una poesía sin luz, irracional, sumida en la confusión del medioevo.
¿Llega, pues el Renacimiento para liberar definitivamente a la Inteligencia desprendiéndola si es preciso de todos los trapos poéticos hasta dejarla desnuda y grácil a los ojos escrutadores del análisis? ¿Es al fin venida la hora de la estabilización de la Norma clásica frente a la dispersa volubilidad apasionada de la poesía? Ved las columnas greco latinas, enhiestas en la mañana azul renacentista, ligeras y ágiles, pasada ya la orgía ornamental, patológica del medioevo. Todos los motivos subsconscientes se sustituyen por motivos antropomórficos; donde había una gárgola siniestra se representa ahora un busto de mujer o un medallón plateresco. Y ni se admite el sueño estilizado de la ojiva que es una deformación mística de la etrusca creación pagana del arco.
Y sin embargo lo poético romántico, retorna como una fiebre, como una de esas calenturas de que nos creemos libres cada mañana y que vuelven infaliblemente cada tarde. El Renacimiento —enjuíciesele según todas sus isomerías posibles; el cartesianismo filosófico, el positivismo científico, el maquiavelismo en política, el libre examen en religión—, no es sino un pleamar de lo humano, de lo racional si se quiere, fugaz y efímero, que recae, que vuelve a complicarse hasta desaparecer, ante la PREOCUPACIÓN, picado por los cínifes románticos.
Es que si Platón —iconoclasta por un momento de sus propias creaciones— rompe sus poesías después que ha oído a Sócrates, él mismo se verá luego obligado a rehacerlas. Y toda su obra, indecisa entre el revolucionarismo poético de «La República» y el conservadorismo clásico de «Las Leyes» será un ansia de equilibrio, un balanceo. Así, igualmente, acaecen en la Historia, en el arte, que hoy se muestran amantes de la luz —de la Razón— y mañana del Calor —de la Poesía,— sin querer ver que la Luz y Calor tienen un mismo origen, son una misma cosa.
¡Ah! el Renacimiento hubiera sido eterno, ¡entonces si!, si verdaderamente hubiera sido aquello de «Grecia en Gracia de Dios». Porque el mayor interés del Renacimiento hubiera debido ser que Grecia, rediviva, no nos apartara de la Gracia. La Razón tiene un peligro, y es el de que fácilmente se nos sube a la cabeza; algunas veces nos emborracha un exceso de cordura. ¿No es la Razón, subalterna, que no rival de la Fe? Pero cuando la Razón osa desplazar a la Fe, ésta aflora en forma de poesía o de aberración inclusive. Una fachada barroca —por ejemplo— es una profesión tácita de lirismo; una profesión violenta, morbosa, «por las malas», que llega como protesta de la esterilización neoclásica...
Pues, de la misma manera, la Fe, —que es el mayor imperativo categórico del alma nuestra— cuando es apartada de su blanco religioso, erra y yerra entre difíciles anhelos, poéticas nostalgias y barrocas aberraciones.
No es necesario, como hizo Platón, romper la Poesía para oir la Verdad, para seguir a Sócrates. Pero sí habría que evitar que la Razón hiciera las veces de cizaña provocando, por reacción, una poesía contorsionada, gesticulante, sucedáneo infiel de aquella poesía graciosa y recta —recta a pesar de graciosa— del ideal: Gracia y Grecia.
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