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Es como si en la Naturaleza toda tocasen a arriar. Tras el orgiástico gesto estival, empieza a cuajar en los campos una recia vocación ascética. ¿Han visto ustedes cómo, a la hora amarilla de la renuncia, el árbol nos enseña su desnudez como una penitencia?
El ocaso se ha encargado una escenografía espléndida. Todas las decadencias —en la historia y en la geografía— requieren, como fondo, una barroca prodigalidad de color. Lo triste sin embargo es que todo, es nada más que eso: escenografía. La magnífica ilusión óptica del ocaso se desvanece en un instante cuando el sol —protagonista eterno del drama cósmico— hace mutis. Y, cuando hace mutis el sol, ¿no es cuando la Naturaleza, sin reservas, se entrega a su reciente vocación ascética? La brisa crepuscular del otoño —brisa impregnada de humedad, brisa contagiada de ábregas resonancias— es ya casi un sermón. La escasa fronda bisbisea trémula, como si rezara, y se van cayendo las hojas, como lágrimas... Ya entrada la noche, después de la brisa, incipiente y blanda, vendrá el viento bramador y denso; ¿no adivináis en el viento solemne del otoño —viento que llega después que las libidinosas sugerencias estivales han pasado— un eco profético, dogmatizador, cargado de trenos y amenazas? Sí; el viento tiene voz imponente de profeta, tiene acentos adustos de predicador. Por eso, a su conjura, los altos árboles cabecean contritos como si dijesen: Pequé, pequé, pequé...
Y luego la lluvia. La lluvia que esponja el campo como una gracia que redime y limpia. La lluvia unánime y clamorosa como una ovación cósmica. La lluvia que gime atormentada en la ciudad, mediatizada por las canales, por los aleros, por las gárgolas, para resbalar luego, casi burlada, por el asfalto y por el pavimento...
Cuando llega el otoño, también, naturalmente, se introducen modificaciones en el paisaje humano. He aquí ya todos los tópicos humanos otoñales: la gabardina, las castañas, don Juan Tenorio, los libros nuevos, el paseo al sol... ¿Quién dejará resbalar estos tópicos otoñales por el asfalto de su indiferencia? ¿Quién no se dejará penetrar suavemente de ellos? Hace una noche, un poco desapacible. Va a llover. Unos nubarrones sombríos cruzan el cielo movilizados súbitamente por no sé qué orden meteorológica: el caso es que llevan prisa y todos parecen dirigirse a un mismo punto, como si fueran a recibir instrucciones.. ¿No os dan deseos, pues, de comprar, en el puesto ambulante, un cartucho de castañas asadas? ¿No sentís, luego, un secreto placer, cuando, al llegar a casa, os dirigís a vuestros libros y de entre todos elegís uno que lleva indicado en su lomo: «Don Juan Tenorio. Zorrilla»? Y, cuando os disponéis a leer, cuando ya os habéis sentado junto a la mesa, ¿no experimentáis una insospechada, amabilísima impresión, al encontraros con que «hay brasero»?
Suena un viento lejano, un viento profético que desnuda a los árboles penitentes del lejano bosque. Mientras tanto, ¿qué hacer? No lo dudes lector: comerse la primera castaña, leer la primera escena del Tenorio, frotarse las manos y «mover por primera vez», también, el brasero...
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