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La filosofía es, quizás, hermana gemela de la poesía. La diferencia es que la persuasión de la filosofía convence nada más; mientras la emoción poética vence.
«A no ser que la filosofía sea capaz de crear una Julieta... para nada sirve, nada vale», exclama el enamorado Romeo, como única respuesta a las sabias reconvenciones del Fray Lorenzo de la tragedia shakesperiana. He aquí insinuado, a mi entender, el principal escollo con que en el mundo tropiezan muchas cosas por demás sensatas, razonables, buenas. A la filosofía, que siempre lleva razón, le falta en ocasiones la poesía portadora eterna de emociones. Sucumben por inepcia aspiraciones generosas del alma porque la luz del pensamiento que las anima, ilumina sin quemar. Las ideas se quedan yertas, en su misma torre de marfil, si no sabemos abrigarlas de sentimientos y hasta de sensaciones; si no acertamos a llevarlas un poco de temperatura.
«Si la filosofía fuera capaz de crear una Julieta...» Lo rectilíneo, lo plano, lo regular, lo exactamente geométrico jamás ha gustado a los hombres. La filosofía es a modo de la geometría del espíritu, todavía en fase de especulación, de ensayo. La Moral es ya una geometría aplicada, buscando límites al derecho, midiendo y señalando, prohibiendo y acotando. Y, claro está, frente a la Moral, hecha de líneas, rectas, está la Naturaleza, pródiga en curvas. La precisión estricta del deber, que convence, encuentra frecuentemente el obstáculo de la graciosa inconsecuencia de la emoción que vence. En última instancia el problema filosófico —el problema moral— y el problema artístico ofrecen las mismas dificultades: Clasicismo y Romanticismo son, en cierto modo, sinónimos de Razón y Emoción.
Naturalmente el arte, como la moral, ha buscado transacciones, soluciones viables a esta posible antimonia. Surgen en arte estilos híbridos cuya realización aleja o aplaza disyuntivas; se parecen tales estilos a aquellos matrimonios por «razones del Estado» que servían, en los Reinos, para dar fin a una guerra o cesación a un peligro. ¿No representan esto las nupcias del renacimiento con el gótico, de la emoción romántica con la serenidad clásica? Pero estos estilos híbridos son puramente ocasionales, se pierden. Los «caracteres intermedios» vuelven a disociarse y quedan en definitiva, sólo las «líneas puras», que diría Méndel extendiendo sus leyes biológicas al campo de la Filosofía o el Arte...
Ahora cabe preguntar si es asimismo posible, en moral, la aplicación de un criterio ecléctico mediante una síntesis y una selección de los elementos distintos. El Bien, sin la Belleza, sin la emoción, —cuando no está asistido tampoco de las más altas influencias de la Gracia— carece generalmente de impulso, de «fuerza motriz». Pero, por otra parte, amar a la Belleza por la belleza misma representa un círculo vicioso ya que la emoción, como el instinto, son determinantes y no fines de la actividad humana. No se si fue D'Annunzio quien se erigió sacerdote de «Nuestra Señora la Belleza». ¿No sería mejor buscar amos a la Belleza; hacer a la Belleza sacerdotisa del Bien? He aquí el Arte transcendental y, en nuestro símil, he aquí la «moral plateresca».
Una «moral plateresca» sería una moral en que cupieran los temblores humanos sobre la pauta de los divinos ritmos. Bien está la clásica austeridad de una convicción moral o religiosa; pero ¿por qué no adornar con una finas hojas de acanto la árida desnudez del capitel dórico? ¿Por qué no conservar, sobre el trazado severo de nuestra reforma espiritual, las maravillosas gárgolas de los mitos emocionales e íntimos?
Es probable que toda nuestra angustia, es probable que toda la lucha interior del hombre consigo mismo, tenga este origen: querer plasmar, para su uso, una moral plateresca; querer fundir en un sólo
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