Revista Vbeda Revista Ibiut Revista Gavellar Diario La Provincia Semanario Vida Nueva Revista Don Lope de Sosa
Nuestra web sólo almacenará en su ordenador una cookie.<br>
Cookies de terceros.Por el momento, al utilizar el servicio Analytics,  Google, puede almacenar cookies que serán 
procesadas  en los términos fijados en la Web Google.com. En breve intentaremos evitar esta situación.
Revista Códice Redonda de Miradores Artículos Peal de Becerro. Revista anual Fototeca Aviso
y más: En voz alta Club de Lectura Saudar.es Con otra voz En torno a la palabra

Úbeda

Guía histórico artística de Úbeda. En las mejores librerías. Pulse para conocer las fuentes que nos avalan


Quizás la mejor Guía de Úbeda.

 
    

LIBROS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 19 de abril de 1972

Volver

        

Primavera. Tentación de sincopar un tanto la vida, de interrumpirla, para, dentro de uno mismo, efectuar los necesarios cambios. ¿No tenemos todos que repasar nuestros ejes? Schiller decía que el reloj del Estado no puede suspender su marcha y que lo difícil era revisar la rueda sin interrumpir la rotación de la misma. Igualito acaece en nuestros engranajes; hay que engrasarlos y pulirlos e incluso reparar sus averías durante la marcha. Pero viene abril y la tarea parece más fácil. Quizás el descanso hace llevadera la urgencia. ¿Qué tengo que hacer hoy? Ah, pues mil cosas. Pero, precisamente por ser muchas, por ser mil, la primera va a ser...

La mañana tiene una fuerza, una pujanza. Como vivo cerca del campo puedo, antes de irme a mis prisas, dedicar un rato a mis pausas. Y tomo un libro y considero que él y yo podemos pasear una media hora juntos, comulgar juntos, entre los olivos. (Si se vive en una ciudad a la medida, resulta aún un poco extraña la zozobra de Oencke, el ministro de Agricultura rumano, al decir que si no se toman las medidas oportunas, dentro de poco se necesitarán entradas para ver el paisaje). ¡Libro y árbol! Qué modesto programa, pero qué estimulante. Uno y otro son propicios para llenar de fervor nuestra pausa entre prisa y prisa. Yo no sé si alguna vez se van a terminar los árboles. Leo que en Vietnam, los americanos están arrojando bombas químicas que dejan a los árboles sin follaje para así abrir claros e impedir la emboscada de los guerrilleros enemigos. Y esto, en primavera. Realmente, ya, a los árboles que no rinden empieza a hacérseles menos caso, y lo de «la fiesta del árbol», concluyó. Sin embargo, no pasará a la Historia —uno cree que no— la «fiesta del libro». Ahora mismo la tenemos ahí, detrás de la esquina; y es bueno que venga siempre en primavera, que caiga en abril. No hay que forzar la imagen para decir que el libro, como el árbol, es algo que se planta, que extiende sus raíces por dentro del lector. Luego, insensiblemente, los libros nos renuevan, nos hacen los cambios que necesitamos. Y también, entrecruzando sus influencias, nos arman de criterios y de bases firmes de opinión.

Pienso ahora en los hombres de la «Ilustración». En su tiempo, el libro constituía el máximo y probablemente el único recreo del espíritu. El rapé — vicio inocente—; la peluca —jardinería reglada de rizos para cubrir o amonestar la flora alborotada de cabeza adentro—; el chocolate, panacea de todas las horas, como el café de nuestros remedios. Y la filantropía. ¿Imaginamos a nuestro Feijóo, a nuestro Jovellanos, a nuestro padre Isla, a Campomanes, a Olavide, a Aranda, sin su rapé, sin su chocolate, sin su libro? Montesquieu les había dicho en uno de sus capítulos: «Jamás he tenido tristeza alguna que no haya disipado una hora de lectura».

Leyendo al padre Feijoo se advierte en él, clarísima, una «libido intelectual», una alegría que le llega, cabalgando lecturas, de la investigación. El gran benedictino intuía que el estudio predispone a la longevidad. Y, como se situaba en contacto con la naturaleza siempre que podía, no había para él un peligro de que lo libresco obturase los manantiales del buen sentido. Del padre Isla, sabemos de sus paseatas por los alrededores del convento de Villagarcía de Campos. En Villagarcía de Campos, visité el verano anterior la biblioteca situada en su rehecha celda. Libros, algunos de ellos descomunales, de tamaños que nosotros no acertaríamos a manejar...

¿Qué sucede en nuestros días con los libros? Constituyen un prodigio de impresión, de encuadernación, de presentación, de tamaño; ofrecen todas las comodidades posibles. Para todos los gustos y de todos los precios. Pero, ¿despiertan en nosotros el deseo, suministran en nosotros la fruición, el regalo que representaban para Feijoo, para un Jovellanos, para un Isla? Toda la cultura se condensaba para ellos en aquellos volúmenes solemnes y polvorientos. ¿Difíciles de manejar? Casi tan difícil como la espada del Cid que enseñan en Toledo, según quiero recordar. Pero, es que hoy, posiblemente, hay menos temperamento, y son las cosas, mediante el cohecho de la comodidad, quienes nos manejan y no nosotros a ellas.

Quisiéramos, al glosar en 1972 al libro y a su fiesta, que su promoción encontrara en lo hondo de cada posible lector, una mejor correspondencia. Pero ¿para qué? ¿Para que así se vendan más? No. Yo creo que se venden bastantes libros. Pero muchos, al dictado, por recomendación, dando a conocer la relación de los que mejor éxito han obtenido en el último mes o en la última quincena, como se da la lista de la lotería. Este dirigismo, no forma a nadie. ¡Cuánta mantecada exitosa nos engatusa el oído o la mirada! ¿No sería preferible un olfato en el lector, un instinto que le llevara al libro que personalmente le interesa o le conviene?

Pero a la gente no se le va dejando tiempo de tener nariz propia. Nos la quieren dar ya hecha, prefabricada. Da envidia pensar que en el siglo de Jovellanos, de Feijoo, del padre Isla, no había «best-sellers». Por lo menos ello constituía una compensación al tamaño de volúmenes, como los que hace unos meses nos fue dado contemplar en la biblioteca de Villagarcía de Campos.