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La Historia es nada menos que la biografía de la Humanidad y no puede estudiársela sin apreciar sus infinitos matices. No hay, pues, una historia en blanco y negro, de buenos y malos. Ni cabe polarizar sus sucesos, ateniéndose a esquemas simplistas. Voltaire, que era todo lo contrario que un historiador —y también todo lo contrario que un político— establecía sus juicios sirviéndose de un dualismo sarcástico. «Hubo —escribe— cosas horribles y las hubo ridículas. Y nada más. El copero Montecuculli fue descuartizado: he aquí lo horrible. Carlos V fue declarado rebelde por el Parlamento de Parla: he aquí lo ridículo».
Pero así, con frases, a base de frases, no se escribe la Historia. Menos aún cuando las frases, con destino a la galería, están desconectadas, allá en su cielo literario, de la varia, cambiante e imprevisible realidad. «Historiadores, historiadores, creadores de énfasis; no los creáis, amigos míos», aconsejaba Hugo.
Y entonces, ¿quién, de verdad, escribe la historia? Ya —parece— es una ambición contarla toda. Lo de «historia universal» es irrisorio. Con fragmentos, en parciales y discontinuos intentos, se compone la historia (y muchas veces al capricho del compositor) como una pintura. Por eso caben estilos en la historiografía. Y entre los datos, entre el entramado de los sucesos, quedan en todo caso huecos para meter la pasión, el propio interés, de quien escribe. Pero, pensemos, ¿acaso tiene mucho que ver la historia con quien la cuenta? Antes de ser historia, ella es vida. Y a la crónica del reinado precede la actuación del rey. «La historia es mi espada», exclamó en una ocasión victoriosa Carlos XII. Vemos a la historia encerrada, contenida en un libro. En el libro se ha aquietado el oleaje de los siglos, el fragor de las batallas. Y todo en él viene en sumisos capítulos, en compartimientos estancos. No obstante la vida tiene, sobre todo, tempestuosos protagonistas. Y son ellos quienes mueven al mundo. Pero cada uno intenta su ritmo y de ahí que la dirección y los ejes de la historia carezcan de lógica visible. Claro que, por supuesto, desde la perspectiva divina, los siglos se arquitecturan en armonías y ve Dios —como suele decirse— lo derecho de los renglones torcidos. Pero, desde nuestro nivel, el horizonte se empequeñece, y el trozo de tiempo de que somos actores en mayor o en menor parte, es más bien agreste, escabroso. Como consolación, entonces, practicamos la fuga nostálgica o futurista ante el pasado o el porvenir, donde ciframos lo mejor. De ahí que los «héroes» y los «mitos» nos imanten desde la lejanía. Siempre estamos dispuestos a ver «santos», «genios», batallas gloriosas, gestas sublimes a cien años de distancia. Es a cien kilómetros de distancia, cuando empezamos a ver azules a las montañas... Pero aquí y ahora, al valorar el capítulo presente que mañana —en los narradores— será historia, analizamos a la tierra con su bajo color, al hombre con su pecado. Y surge la sátira y el sarcasmo rebajando méritos, abatiendo eminencias.
¡Qué triste, por ejemplo, el caso de los políticos! Pasados unos lustros se proponen para la admiración y para la imitación. Pasados unos años después de su muerte, serán estatuas en su dura gloria de piedra. Hoy están en la caricatura. ¿Se les dedicará, transcurridos los días, una calle? Ahora sólo se les ofrenda un chiste. (Es lo irónico: caen asesinados, abatidos por las balas un Prim, un Cánovas, un Kennedy... y en ese preciso momento empiezan a ser memorables. Y venerables. Pero, ¿antes? Antes, políticos...)
Los políticos hacen fragmentos para el gran mosaico histórico, queman su vida en la demanda; pero de cerca, cuando están a la vista, rara vez se les hace justicia. Al contrario, hay como un deseo morboso de encontrarles máculas. En todo caso se les ve el coeficiente de ambición o de vanidad —exista o no exista—, pero se les regatea sin excepción la carga de generosidad o el contingente de nobleza que aportan a la cosa pública. Y eso, ¿por qué? Será a causa de que existe un interés perverso por hacer cierta la frase de Maquiavelo: «La política es el arte de engañar». Demasiado simplismo en estas palabras. Pero en ocasiones, cuando el político engaña es quizá porque el mal concepto que de él tenemos termina por apearle de sus buenos propósitos. O a veces porque nuestra hipocresía (alabanza por fuera y vituperio por dentro), tiende el puente para su mentira. Uno quiere creer que casi en todos los casos la primera moción del político está impregnada de sinceridad. Hasta cuando no cumple sus promesas es, probablemente, porque desde el principio nosotros no creímos en sus promesas. Buen expediente para que un hombre tenga fe en si mismo es que los demás le ofrezcan su confianza. En “La propia estimación”, obra benaventina, un hombre vulgar llega al heroísmo precisamente para no defraudar a los que le rodean, porque quienes están a su lado están convencidos de su virtud.
Antes de echarse a perder o, mejor, de que lo echemos a perder, el político lo que desea, precisamente, es hacer historia en la medida de sus fuerzas. Si después, no sólo no hace historia, sino que hace politiquilla es, en buena parte, porque le negamos el crédito. Yo no creo demasiado en Maquiavelo cuando opina sobre la política, Por lo menos, como contrapunto, habría que oponer al florentino el consejo del rey Gustavo Adolfo: «Que el príncipe emplee toda su figura y recursos en no ser engañador ni engañado». En efecto, ¿no hay que sospechar que ciertos políticos se hacen engañadores como reacción a haber sido engañados? Pero nótese lo agudo del consejo. No dice que el príncipe emplee toda su voluntad o afán en no engañar ni ser engañado. Lo que quiere es que «emplee toda su figura». Ambivalencia de la palabra figura. En ella, aquí, se sintetizan la fama, el prestigio, la inteligencia, el rango, el carácter, el estilo, hasta el «tipo»... Que el político «emplee toda la figura» en su empresa. Cuando así sea, ya ganará la confianza de los demás. Y lograda la confianza ajena, la fe en sí mismo le pondrá por encima de todo engaño.
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