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En el Gólgota, a la hora de nona del Gran Viernes, cuando el cielo y la tierra se estremecen en pavores inéditos, después que la debilidad ha hecho claudicar, en su amor, a todos los discípulos, sólo permanece incólume la felicidad de Juan, hijo de Zebedeo.
No sin fundamento, no arbitraria no caprichosamente, ha hecho la Iglesia, de la figura de San Juan un símbolo perdurable. Muchos hombres hay en el Calvario a la hora limítrofe de la Redención, cuando el Testamento de la Ley Antigua sufre la Aduana del Amor, y se rompe la estrechura farisaica de una religión circunscrita, sin horizontes, para que la redondez de la Tierra toda, se fertilice por obra y gracia de la divina inundación cristiana. Muchos hombres hay en el Calvario cuando el mojón de la Cruz cambia la ruta de la humanidad caminante, y, sin embargo, sólo el Evangelista de apariencia casi femenina, según la vulgar interpretación por su delicada, virginal adolescencia, mantiene intactas, sin deterioro, sus esenciales calidades humanas, en medio de una multitud inconsciente y subconsciente que por no saber qué es lo que ama y qué es lo que odia, ama y odia con la alharaca del grito, con la suciedad infecta de la imprecación, con la plebeya ordinariez de la carcajada y del lamento.
Juan, hijo de Zebedeo, es diputado de la Humanidad redenta en aquella Asamblea transcendente e íntima del Gólgota. Un diputado que, para representar a los hombres no ha sido elegido por los hombres sino por Dios que nos conoce mejor que nos conocemos. Bien; pero ¿por qué San Juan? ¿qué motivos determinan la idoneidad de este hombre entre todos los hombres?
San Juan, el Evangelista, es el primer espíritu selecto, es el primer intelectual del Nuevo Testamento. Los demás discípulos, hasta que el Espíritu Santo desciende sobre ellos, sólo tienen la intuición sólo aprenden lo concreto, lo sensible que hay en la Vida y en las übras de Jesús. Le admiran por los milagros, por los prodigios, por la seducción que su Divina Persona ejerce sobre ellos. Pero no le comprenden o le comprenden a medias. Por eso su fe, que carece de soportes espirituales, se doblega pronto. Y cuando llega la hora del «poder de las tinieblas», y el Maestro inhibe su poder taumatúrgico para sufrir sin privilegio, como hombre, todos los dolores y todas las afrentas, ellos, los discípulos que aman imperfectamente, embrionariamente, sin arraigo íntimo, se desconciertan, temen, huyen. Jesús va a morir a manos de los hombres. Y ¿cómo Dios puede morir? —se dicen—. Ven la muerte de Jesús sólo por de fuera. Siguen siendo unos torpes intuitivos que únicamente paran mientes en lo que ven, sin sospechar que hay espejismos fatales que desdibujan o trasladan los contornos de la verdad. Pero San Juan, no; San Juan conoce mejor a Jesús porque le ama más. «El amor es también una fuente de conocimientos»; recíprocamente el amor y el conocimiento se completan y se influyen. ¡Qué bancarrota de la fe apostólica, precisamente en el día de la Redención! Exclusivamente el apóstol joven y virgen —juventud y pureza son portillos luminosos de sano conocimiento— solamente el apóstol que después había de ser simbolizado en un águila, supera el pedestrismo de los sentidos, para abarcar, raudo, la Verdad total y sin límites del Drama del Gólgota. El águila de Patmos vuela ya en el Calvario, con alas de conceptos puros, con impulsos de ideas germinales. Detrás de la Muerte de Cristo está la Vida de los hombres. Esto, entonces, mientras se perpetraba la crucifixión, no se podía ver así, a ras de tierra, con el solo auxilio de lo presente, a las solas luces de lo manifiesto, sin volar con el espíritu y con la fe, alto muy alto. Se veía —tremendo absurdo— al que se había llamado Cristo, escarnecido, vilipendiado, hecho «varón de dolores» y objeto de burlas. Pero todavía era más lo que no se veía. Y precisamente lo que no se veía era lo único que podía explicar lo que se veía. La Redención de los hombres era posible por merced de aquella Sangre cuyo derramamiento constituía «piedra de escándalo» La «dichosa culpa», quedaba cancelada al precio del dolor Divino. Juan, hijo de Zebedeo, que había reclinado su cabeza en el costado de Jesús era el único intelectual del Gólgota capaz de comprender todo esto. Y por ende lo indestructible de su amor. Por esto lo fuerte de su fe.
San Juan es elegido entre los elegidos. Representa a los demás hombres no por ser como ellos sino por ser mejor. Ha existido en todos los tiempos —existe todavía— una interpretación jactanciosa que identifica la masculinidad con la bravuconería, creyendo que el ademán, el tono y la forma, pueden suplir lo insustituible. Pero he aquí, a un adolescente virgen personificando a la humanidad redimida en el instante crucial, por antonomasia, de la Historia. Los hombres son impulsivos como Pedro o tímidos como Felipe; son escépticos como Tomás o dilectos como Mateo... Rara vez son, como Juan, fieles, no por instinto sino por intelectualidad y por amor. Juan es la representación del hombre porque es distinto de los hombres...
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