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Don Quijote está cansado. ¡Qué triste cosa, Señor, el estar cansado! Llegamos al capítulo LXXI de la Obra inmortal. Ya el caballero de la Triste Figura retorna a su aldea, vencido y asendereado». El juicio, tanto tiempo exilado, va a repatriarse en el cerebro de Don Quijote. La dichosa locura se acaba. Ahora las cosas van a recobrar su perfil estúpido; ahora la ilusión va a apagar su bujía multicolor y la Realidad incolora va a inundar el mundo de su luz cruda, de su luz agria...
Don Quijote y Sancho se llegan a un mesón. ¡Ay aquellos tiempos luminosos, ay aquellos tiempos felices en que las viles posadas aparecían con relumbre esplendente de castillos encantados! Ya Don Quijote no se engaña. «Apeáronse en un mesón —dice Cervantes— que por tal le reconoció Don Quijote, y no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente levadizo». ¿Cómo podrá dejar de impresionarnos este conmovedor retorno a la cordura, del loco insigne? «Después que le vencieron —añade el autor refiriéndose a Don Quijote— con más juicio en todas las cosas discurría». La desgracia, el dolor, el sufrimiento, devuelven la normal cadencia al discurrir de Don Quijote. ¿Será que la Alegría es enemiga del pensamiento? ¿Será que únicamente la desgracia aclara los turbios misterios del mundo? ¿Será que la verdad y la vida siguen caminos diferentes? Ved a Don Quijote tomando posesión del juicio, cuando va a dimitir su vida. Muere Don Quijote porque no puede seguir siendo loco. A Don Quijote —que no es un asceta— le ha matado la verdad.
Hay en el mesón en que se han detenido Don Quijote y Sancho «unas sargas viejas, pintadas, como se usan en las aldeas». Son unas pinturas que de «malísima mano» muestran, una, el rapto de Elena, y la otra, la historia de Dino y Eneas. Don Quijote, al verlas, juzga de su escaso valor artístico, diciendo a Sancho estas palabras: «Este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda, que cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: Lo que saliera. Y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: «Este es gallo», porque no pensasen que era zorra».
Don Quijote que ya no crea, Don Quijote, que ha dejado de ser autor, se «mete» a crítico. Topa con la pintura pésima del rapto de Elena y la compara con los cuadros de Orbaneja, pintor ubetense que por lo visto, no honró, precisamente, a su patria chica...
No ha faltado quien, más o menos humorísticamente, ha visto en Orbaneja un predecesor de Picasso. La verdad es que si tuviéramos la valentía de ser espontáneos en nuestros juicios, si no temiésemos demasiado parecer ingenuos, nos «pronunciaríamos» muchas veces contra los alardes cubistas de ciertos pintores que harían muy bien si, como Orbaneja, acotaran sus cuadros de notas aclaratorias, evitando así cualquier confusión en la interpretación. Pero, claro, aquí también impera el «qué dirán». Se admira lo que no se entiende, precisamente porque no se entiende. Rara vez se tiene la valentía de declarar «esto me gusta» o «esto no me gusta» si no se tiene antes la seguridad de que, lo mismo, gusta o no gusta a alguien que «entiende más». Tal, ciertamente, puede implicar en algún caso una respetuosa sumisión a la autoridad; pero las más de las veces es una cobardía...
Pero lo que nos llama la atención del célebre Orbaneja es su falta de plan, su carencia de intención estética. Cuando le preguntaban qué pintaba, respondía alegremente: Lo que saliere. ¿Era Orbaneja un simple «viva la virgen», un ganapanes vulgar que hacía del arte un oficio, que desdeñaba la inspiración en aras de la sustentación, o, era más bien un auténtico responsable de sus obras, que del oficio hacía un arte y andaba en pos de la inspiración, confiando que la sustentación le sería dada por añadidura?
Orbaneja, por lo visto, trabajaba sin premeditación, sin esquema, sin bosquejos «a priori». Goethe, en cierto pasaje de su obra, desdeña el plan y la idea preconcebida, en estética, abogando por el acierto intuitivo. «Para pensar —dice— no penséis». Y es que, no pocas veces, las cosas salen mejor cuando se hacen sobre la marcha, sin programa y sin falsilla. Dietéticamente nos ponemos «a plan» cuando empezamos a estar enfermos. Pero la salud es anterior a la higiene, aunque una vez perdida pueda recobrarse por ella. De la misma manera, el acierto estético no presupone necesariamente la idea racional, el plan. En los actos morales, como materia de la voluntad que son, la intención marca, efectivamente, la pauta. Pero el arte no es materia de la voluntad. En el arte no acierta la intención, sino la intuición.
Ved por qué Orbaneja, que trabajaba «lo que saliera», pudo ser, a pesar de todo, un verdadero artista. Ya dejamos dicho que hubo quien le hizo predecesor de Picasso. ¿Por qué, nosotros, ahora vamos a dejar de ver en él un precursor del romanticismo? También los románticos trabajaban sin plan y sin reglas. También los románticos iban, un poco, «a lo que saliera».
¡Ay Don Quijote de la Mancha! También tú, sin programa, ibas antes buscando aventuras! Te parecías a Orbaneja en que al fin y al cabo, ibas «a lo que saliera», sin imprimir una dirección fija a tus hazañas. ¿Por qué, pues, te burlas del pintor de Úbeda?
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