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Palabra muy ochocentista esta de progreso. El siglo pasado indudablemente, representa un paso gigantesco en la «marcha ascendente del progreso». Y sin embargo nosotros, ahora, le hacemos responsable de todos nuestros males. Puede ser que esta antimonia encuentre su solución en el distingo que entre lo absoluto y lo relativo habría siempre que tener en cuenta al enjuiciar las cosas. Cuando hacemos filosofía de la Historia consideramos ésta como una sociedad de sucesos en la que, en gracia de la perspectiva del tiempo, pierden los hechos parte de su valor absoluto, individual, al ser entendidos o apreciados en conjunto, integrando en función de partes la síntesis de un todo universal. La Historia capta, fotografía en cada momento para la posterioridad, un suceso, una civilización, un hecho de armas. Pero no pueden considerarse los retratos históricos de una época o de un acaecimiento como mónadas autónomas, estáticas, independientes, sino como clisés coordinados entre si y subordinados al largo metraje. De tal forma que no cabe ver en la Historia un museo inorgánico de entidades inertes sino un «cine» constante, un devenir, en que cada siglo no tanto vale por sí mismo como por el lugar que ocupa.
De ahí que el siglo XIX se nos represente a pesar de ser el siglo del progreso, como responsable inmediato de gran parte de las desdichas actuales. La política y la literatura de la pasada centuria —por ejemplo— determinan fatales secuelas en el tiempo nuestro. Las consecuencias de una cosa se aprecian desde afuera mejor que desde adentro. Así el despiste ideológico de ahora se nos muestra ya, corolario legítimo de las brillantes ideas avanzadas de nuestros abuelos. Y la plasmación del comunismo —nieto del liberalismo, primogénito del marxismo— marca la degeneración de una utopía de precedentes literarios poéticos, y de consecuencias trágicas, infrahumanas.
Pero queremos referirnos aquí al progreso en el sentido estricto, restringido, que se da a este vocablo, al progreso considerado en su aspecto exclusivamente técnico. Gran bien es el progreso, y por eso el siglo XIX que produce o deja, al menos, la semilla de todos los inventos, que fertiliza hasta lo inaudito los hasta entonces yermos campos de la química, de la electricidad, de la mecánica, tiene, considerado individualmente y no en su vida de relación, un mérito extraordinario. Pero veamos que la normalidad es el equilibrio y que el acopio de adelantos técnicos de que tan justo alarde hizo el XIX, reclamaba, exigía, con vistas a la posterioridad, una correlación ética traducida en un progreso moral capaz de interpretar y de aplicar convenientemente a su debido tiempo, el colosal bagaje del progreso material. La verdad es que hubo más inventos que necesidades y que en no pocos aspectos ha sido mayor la oferta que la demanda. Diríase que el siglo que nos ha tocado vivir, dueño de la herencia de técnica legada por el pasado, no ha podido incorporar al torrente circulatorio de su vitalidad un exceso de progreso que le ha hecho daño porque se ha atracado de él sin poder asimilarlo. Lo mismo que esos niños que se ponen malos de tanto comer el día del santo del papá, nosotros las generaciones actuales, nos hemos servido sin freno de todos los platos del banquete porque nuestro papá —el siglo XIX— que nos ofreció muchos manjares —muchos progresos— nos dio en cambio poca educación —poca ética—. Y, como resultado, la desasimilación, el cólico, ha sido inevitable. Porque yo me atrevería a asegurar que la guerra actual, con todas sus horrorosas maravillas técnicas, políticas o econó-micas no es sino un cólico del progreso.
Lo urgente pues, será nivelar la Ética con el progreso; hacer que la moral, rezagada, cubra el camino que la separa de la ciencia para que juntas completen una síntesis de civilización auténtica.
A la postre, el predicador que clama contra la corrupción de las costumbres y el pensador que asegura que el mundo está cansado dicen, con distintas palabras, una misma cosa. Lo indudable es que la Ética está hética; que el mundo padece una tisis moral. Y que todo es, entre otras cosas y sobre todas las cosas, porque el siglo anterior tuvo de la civilización un concepto unilateral, incompleto. Todo progreso que no se encauza en las márgenes de la Ética es un progreso patológico. Tarea de nuestro siglo, de nosotros, es alzaprimar el espíritu consiguiendo al fin un equilibrio, un orden nuevo, en que la Técnica esté equilibrada por el Amor.
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