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NO ESTÁ LA LUNA

Juan Pasquau Guerrero

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948

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Es una noche maravillosa; maravillosa aunque falte la luna o, quizás, precisamente, porque falta la luna. La luna hace a la noche, menos libre porque dificulta, cuando no impide, la ágil espontaneidad de las estrellas. Las noches de plenilunio están un poco desvirtuadas: la ingerencia absorbente del satélite, va contra los derechos de las es­trellas pequeñas. Su prepotencia, en el cielo sin límites, puede inter­pretarse, quizás, como una tiranía. No hay luna; no. La Asamblea de las estrellas está completa. Uno quisiera tener la limpieza de corazón de los pitagóricos para oír la «música de las esferas». Pero nos falta la serenidad intelectual sufi­ciente. Miramos a la noche con la vista cansada, después que el día, deslumbrándonos, ocultándonos nuestra verdad cósmica, ha agranda­do la dimensión de las cosas de la tierra. Aquí abajo están nuestras preocupaciones, nuestros intereses, nuestras miserias, nuestras mez­quindades. Si no existiera la noche, ¿cómo podríamos dejar de creer en nuestra grandeza? Pero la noche nos restituye la verdad, nos de­vuelve la consideración de la propia insignificancia. Ella nos descubre nuevos infinitos horizontes por los que no puede cabalgar nuestra so­berbia; y la ambición se nos pierde entonces como si fuera un niño pequeño, abandonado.

Es, pues, una invitación a la filosofía la noche. Aquel hombre abismal que se llamó Blas Pascal, escribía; «La ciencia es una igno­rancia sabia, una ignorancia que se conoce». Para saber las ciencias hay que estudiar un poco; para saber la sabiduría, para saber que «nada se sabe» hay que estudiar mucho; estudiar mucho en los libros, en las cosas y en nosotros mismos. ¡Qué dificilísimo, Señor, percatar­nos de nuestra ignorancia! Sin embargo, mirar a la noche infinita y densa, y ver esas polvaredas de mundos, más grandes cuando más le­janos; observar a la noche, silenciosa y tácita, alumbrada de misterios vírgenes que acusan, infalibles, la huella del Creador, traen ya el es­píritu un fermento, una levadura de sabiduría. No será tan difícil co­nocer la verdad —otra vez, «la verdad es la humildad»— si aprende­mos la lección primera en la cátedra generosa de la noche. Que nues­tros primeros pedagogos, que los maestros que nos enseñen las prime­ras letras de la sabiduría, sean las estrellas y así no nos costará tanto trabajo aprender nuestra ignorancia.

Pero se podrá decir: Triste fin el de la ciencia si su misión con­siste en el conocimiento de la propia ignorancia. Y, entonces, si prefe­rimos quedarnos con nuestro engaño, si optamos por ignorar nuestra ignorancia, bueno será no mirar la noche estrellada... y aguardar que llegue el plenilunio. Porque la luna llena, a! fin y al cabo, ¿qué re­presenta en la noche sino una vanidad? El sol le presta su luz a la Lu­na y la Luna, que no ha aprendido todavía la verdad de su opacidad que es como si dijéramos la verdad de su ignorancia, intenta enga­ñarnos con un esplendor que no le pertenece. Igual hacen todos los necios y todos los «filisteos» de la Tierra.

Es una noche maravillosa: maravillosa aunque falte la luna o, quizás, precisamente, porque falta la Luna.