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Es una noche maravillosa; maravillosa aunque falte la luna o, quizás, precisamente, porque falta la luna. La luna hace a la noche, menos libre porque dificulta, cuando no impide, la ágil espontaneidad de las estrellas. Las noches de plenilunio están un poco desvirtuadas: la ingerencia absorbente del satélite, va contra los derechos de las estrellas pequeñas. Su prepotencia, en el cielo sin límites, puede interpretarse, quizás, como una tiranía. No hay luna; no. La Asamblea de las estrellas está completa. Uno quisiera tener la limpieza de corazón de los pitagóricos para oír la «música de las esferas». Pero nos falta la serenidad intelectual suficiente. Miramos a la noche con la vista cansada, después que el día, deslumbrándonos, ocultándonos nuestra verdad cósmica, ha agrandado la dimensión de las cosas de la tierra. Aquí abajo están nuestras preocupaciones, nuestros intereses, nuestras miserias, nuestras mezquindades. Si no existiera la noche, ¿cómo podríamos dejar de creer en nuestra grandeza? Pero la noche nos restituye la verdad, nos devuelve la consideración de la propia insignificancia. Ella nos descubre nuevos infinitos horizontes por los que no puede cabalgar nuestra soberbia; y la ambición se nos pierde entonces como si fuera un niño pequeño, abandonado.
Es, pues, una invitación a la filosofía la noche. Aquel hombre abismal que se llamó Blas Pascal, escribía; «La ciencia es una ignorancia sabia, una ignorancia que se conoce». Para saber las ciencias hay que estudiar un poco; para saber la sabiduría, para saber que «nada se sabe» hay que estudiar mucho; estudiar mucho en los libros, en las cosas y en nosotros mismos. ¡Qué dificilísimo, Señor, percatarnos de nuestra ignorancia! Sin embargo, mirar a la noche infinita y densa, y ver esas polvaredas de mundos, más grandes cuando más lejanos; observar a la noche, silenciosa y tácita, alumbrada de misterios vírgenes que acusan, infalibles, la huella del Creador, traen ya el espíritu un fermento, una levadura de sabiduría. No será tan difícil conocer la verdad —otra vez, «la verdad es la humildad»— si aprendemos la lección primera en la cátedra generosa de la noche. Que nuestros primeros pedagogos, que los maestros que nos enseñen las primeras letras de la sabiduría, sean las estrellas y así no nos costará tanto trabajo aprender nuestra ignorancia.
Pero se podrá decir: Triste fin el de la ciencia si su misión consiste en el conocimiento de la propia ignorancia. Y, entonces, si preferimos quedarnos con nuestro engaño, si optamos por ignorar nuestra ignorancia, bueno será no mirar la noche estrellada... y aguardar que llegue el plenilunio. Porque la luna llena, a! fin y al cabo, ¿qué representa en la noche sino una vanidad? El sol le presta su luz a la Luna y la Luna, que no ha aprendido todavía la verdad de su opacidad que es como si dijéramos la verdad de su ignorancia, intenta engañarnos con un esplendor que no le pertenece. Igual hacen todos los necios y todos los «filisteos» de la Tierra.
Es una noche maravillosa: maravillosa aunque falte la luna o, quizás, precisamente, porque falta la Luna.
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