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Sólo los espíritus entecos sienten un miedo invencible hacia la muerte. La vitalidad no consiste en aferrarse a la vida, sea como sea, sino en dar un sentido y una dirección a esa misma vida que no ha de medirse; antes bien ha de pesarse. En otros términos, a las gentes anodinas —a la mayoría de las gentes— importa, en la vida, el continente más que el contenido. Vivir muchos años, aunque sean unos años vacíos, es la aspiración suprema de no pocas personas que estiman una existencia sin esencia, una existencia intransitiva, fin y principio de sí misma, carente de densidad y de sustancia.
Pero cuando la vida pierde su peso específico para ser sólo una capacidad vacía, un molde hueco; cuando la vida no tiene derechos porque para nada sirve y para nada se arriesga, entonces es cuando la muerte adquiere, en la aprensión, la maciza pesantez que ha perdido la vida, y cuando su temor asusta y entenebrece el horizonte espiritual de unos hombres que, al sentirse débiles, irremisiblemente han de advertirse cobardes. Los santos y los héroes no temen a la muerte, precisamente porque están llenos de vida, porque tienen una vida más fuerte que la muerte; capaz de desafiarla y de vencerla. Sólo vence la muerte a quienes la esquivan y la huyen; a quienes, al enfrentarse con ella, no adoptan una postura vital.
Vitalidad ante la muerte: he aquí el verdadero triunfo del hombre. ¿De qué sirve lo que se llama «vivir» la vida, emplear en la vida toda la vitalidad? Para vivir no se necesita fuerza de ánimo: para morir, en cambio, sí. Y lo mismo que es fácil el aprendizaje del placer y difícil el del dolor; lo mismo que todo el mundo sabe aceptar y pocos, muy pocos, saben renunciar, es enteramente asequible para todos el vivir y privilegio de unos pocos el morir: morir dignamente, inflamados de fe y de deseos, llevándose consigo toda la fuerza, sin dejar se vida en la vida, efectuando esa admirable transposición de términos, verdadera clave en la ecuación de la felicidad, de llevar la vida a la muerte y la muerte a la vida. A quienes han puesto todo su interés en «vivir la vida» apenas les queda vida para la hora de la muerte, cuando más la necesiten. Y quizá toda nuestra misión no consiste en otra cosa que en ahorrar cada día un poco de vida para que cuando la muerte llegue no nos encuentre arruinados de deseos. Más vale —como decía José Antonio— la esencia que la existencia. Y darlo todo al existir de la vida orgánica es desatender al ser de la vida inmortal.
Únicamente el cristianismo ha sabido adoptar una postura vital ante la muerte. Sólo él ha puesto toda la Vida más allá de la vida: «El que ama su vida la perderá» ha dicho Jesús. La ascética, ¿qué es sino un ahorro de la vida con vistas a la muerte, una cotidiana privación de una parte de ella para encontrarla toda entera el último día?
Pero nosotros, los hombres en general, somos unos despilfarradores de la existencia. Queremos gastar nuestra vida completa. Una ilusión cada momento. Siempre en pos de inéditas emociones, espoleados por inmanentes entusiasmos. El amor, el dinero, la felicidad: aras falsas en que inmolamos los mejores holocaustos de nuestra fe. ¡Vivir, vivir! Pero vivir. ¿Para qué? Esos hombres que tan bien «saben vivir», que tan maravillosamente dominan la técnica de la vida, que han hecho de la mundología asignatura central de sus conocimientos, ignoran enteramente, por lo general, para qué viven; saben todos los recursos de la existencia y desconocen todas las excelsitudes de la esencia...
Debiéramos, pues, más que «saber vivir», vivir sabiendo. Vivir sabiendo y conociéndonos, con una vida consciente de sí misma. Y, además, como escribe Ortega, «debiéramos usar de la muerte, aprovecharla, emplearla; porque después de dos siglos de huir de la muerte hace falta fomentar el arte de morir».
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