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Sobre todo nos gustaba aquel capítulo en que se leen las regocijantes imprecaciones de Don Quijote a los cueros de vino tinto que él se imaginaba gigantes: —«Tente ladrón, malandrín, follón que aquí le tengo y no te ha de valer tu cimitarra». Era en los tiempos azules —azules, como las montañas, ahora que están a muchos kilómetros de tiempo de distancia— de la clase preparatoria de ingreso. Todos nos sabíamos el número de la página y a tientas hubiéramos acertado con el pasaje... Además nos divertía extraordinariamente el grabado de la edición compendiada de Calleja en que aparece en ropas menores el Caballero de la Triste Figura, o aquel otro en que, como un magnífico reclamo de la atención infantil, se nos presentaba a Sancho en trance de realizar una necesidad tan común como poco delicada... Por lo demás, salvo contados episodios, el «Quijote», francamente, nos aburría. No nos interesaban las largas disgresiones ni alcanzábamos el ridículo de las situaciones en que abunda el libro inmortal. El sentido de la ironía —el más idóneo para la hermenéutica del Quijote— estaba obliterado aún en nosotros. ¡Oh los dictados antipáticos entresacados de los capítulos interminables «donde todavía prosigue el cautivo su suceso!...»
Pues la verdad, reconozcámoslo, seamos sinceros, esta impresión primitiva —primitiva en cuanto a la cronología y en cuanto a la calidad— es la única que conservan muchos españoles de la lectura del Quijote. La mayoría no leen el Quijote porque «lo leyeron ya» en la escuela; esto es lo leyeron cuando estaban aprendiendo a leer...
Y si naturalmente, ya de mayores, después de leer artículos y artículos sobre el Quijote nos atrevemos al fin con el Quijote mismo, o si en alguna hora aburrida nos enfrentamos con algún capítulo de la Obra, «a falta de otro libro», su lectura no llega a aprovecharnos del todo porque es una lectura «a fortiori», sin espontaneidad.
Menos mal que afortunadamente, el Quijote parece que ha dejado de usarse en las escuelas. Esto es esperanzador porque así es probable se consiga su lectura sin prejuicios cuando llega la edad madura. Podría decirse que la escuela es al Quijote lo que el «cine» es al mar. Extraña parece esta «proporción» ¿verdad?; habrá que explicarse. En el celuloide, pese a toda la técnica cinematográfica, no puede apreciarse la grandeza inmensa —la grandeza física y la grandeza metafísica— del mar; pero es lo peor que cuando alguien ve por vez primera el mar, no le impresiona todo lo que debiera impresionarle «porque ya lo ha visto en el cine». Así con el «Quijote»; en la escuela no cabe la valoración adecuada de su grandeza. Pero como «ya lo leímos en la escuela», cuando nos decidimos a saborear sus auténticas esencias notamos que la percepción legítima carece del encanto de la virginidad. Porque el buen amante de los libros es como un D. Juan apasionado siempre de lo inédito, ávido de desflorar novedades. Y un libro, después que lo hemos leído una vez, aunque lo hayamos leído mal, pierde su virginidad.
Por eso, en la primera página del Quijote habría que poner: «No apta para menores». No apta para menores porque éstos, las cosas que no comprenden las inutilizan. Los niños no comprenden el Quijote y lo inutilizan. Lo inutilizan, porque todas las lecturas ulteriores llevarán el lastre de la primera mala interpretación.
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