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Está nevando. Hoy, domingo, está nevando. Es como si la lluvia, de guante blanco, nos trajera una embajada especial. Y viniese «de puntillas», lentamente, silenciosamente, sutilmente...
Quizás, lo que más nos gusta de la nieve es su delicadeza silenciosa. No gritan las canales. El agua se ha quedado dormida. Todo calla, Señor, en esta lluvia muda, en este chaparrón sonámbulo que es el nevisco. Y mientras, ¿no oís el relieve de la gallina que cacarea —Dios sabe si alborozada, Dios sabe si hosca— emergiendo sobre la unanimidad blanca, doblemente blanca, del paisaje y del silencio? Y, ¿no os llama la atención esa huella efímera de las pisadas, esa impronta del zapato, que vais dejando atrás cuando andáis,- esa huella que pronto va a desaparecer confundida con otras o anulada de nuevo por la nieve? ¿Pasará lo mismo con las huellas de nuestros actos, todos, en la blanda, muelle, huidiza, versatilidad de la vida?
¡Ay qué alegría! Alegría metafísica, alegría sin color y sin sabor, la alegría blanca —limpia— de la nieve Primero son los tejados los que comulgan en esta belleza simple. Y luego los árboles. Los árboles que una vez, dos veces, tres veces al año, juegan todos a ser mariposas. ¡Que tierna emoción la del adusto ciprés «dejándose hacer», dejándose confitar de este azúcar empíreo... El grave, el eterno galán de las tumbas, ¿qué es ahora más que el pirulí de una inmensa tarta; la inmensa tarta blanca del paisaje? (La palmera en tanto, forastera, extraña, no sabe abrir su copa; la pone el revés. Y la nieve se le derrama...).
Y después que aquella alegría pura ha sido comulgada por los tejados, y por los árboles, y por los aleros, y por los cables eléctricos, y por los hierros del balcón... empieza a ser comulgada, también, por el suelo. Es la única ocasión en que el cielo se junta con la tierra,- es la única vez que la tierra se solidariza con el cielo. El suelo blanco... ¡ved qué milagro! Él, amigo del barro, dócil ahora a la solicitación angélica. Él, esposo de la inmundicia, embriagado ahora —valga la paradoja— de pureza. Él, sin luz, hecho luz. Él avaro de destellos, convertido en clara irradiación.
Sigue la nieve. Es una oración al revés. Es el cielo que se nos viene a rogarnos a nosotros, hombres. A rogarnos, a pedirnos con salutación blanca, con palabras de nieve. A pedirnos que seamos puros, que seamos simples, que seamos limpios de corazón.
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Pero ¿durará esto mucho? Esto ¡ay! durará poco. Cuando pasen unas horas ya, probablemente, la nieve se habrá despertado. Ya habrá abandonado su sueño de ángel. Será otra vez, entonces, no más que agua corriente, agua vulgar. Y habrá, libre, roto a reír —a reír o a llorar—. Y habrán empezado a gritar, histéricamente, las canales...
Pero menos mal si el suelo, ida su pasajera seducción, su falaz encanto, no se ha vengado enlodando a la nieve. Enlodar la nieve: ¿no es algo así como un pecado de «corrupción de menores»? Enlodar la nieve: pervertir un ángel, como si se dijera...
Nieva, nieva, nieva. Sigue el chaparrón sonámbulo. ¡Qué tarde en despertarse el agua, Señor...!
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